A poco más de un kilómetro al este del Sena, la estación Boucicaut se encuentra en el XVe arrondissement de Paris, en el cruce de la avenida Félix Faure y la rue de la Convention. Tiene tres entradas: una sobre Félix Faure, junto a un Starbucks, y dos más sobre Convention: una en la acera norte, y la otra del otro lado, frente a un restaurante caro de nombre curioso: Le Murmure Fracassant. Ese día nosotros íbamos al centro de la ciudad, así que por ahí bajamos, para abordar el metro con dirección a Pointe du Lac. En el andén había tres asientos disponibles, las pantallas informaban que el próximo convoy tardaría en llegar siete minutos, así que Inés y yo decidimos sentarnos. Muy pronto yo me levanté de nuevo para confirmar en el mapa la estación en la que deberíamos transbordar. Cuando regresé, una señora y un joven habían ocupado los asientos libres.
— Excuse-moi—en un francés mal pronunciado—. Were you setting here? —amable y amagando con ponerse de pie, me preguntó el muchacho en un inglés bastante mejor pronunciado.
Le respondí que sí, también en inglés, pero le dije que siguiera sentado, que el tren no tardaba en llegar.
— Oh, merci, Monsieur —agradeció la mujer, también con un acento extraño.
— Where are you from?
Resultó que eran alemanes.
— And you?
— From Mexico.
— Mexico? ¡Mexico: Checo Perez! —dictaminó el joven teutón.
A bote pronto recordé que justo hace treinta años, un taxista madrileño me planteó la misma pregunta:
— ¿De dónde nos visitan?
— De México.
— Ah, México: ¡el Macho!
— ¿El Macho?
— ¡Sí, hombre, el Macho!… Hugo, Hugo Sánchez.
Y bueno, sí, no por nada el dentista delantero ya había ganado para entonces sus cinco pichichis. Y a pesar de que ese año también Octavio Paz ya podía presumir el Nobel de Literatura —lo galardonaron en 1990—, no era un personaje conocido en las calles de la capital española. ¡Qué digo en las calles! Durante aquel viaje, para averiguar a qué plumas se leían por allá, entré a varias librerías preguntando qué podían ofrecerme de autores mexicanos. Invariablemente, en todos los casos, lo primero que me recomendaban era una novela que llevaba varios meses como bestseller en Europa, Como agua para chocolate (1989), de Laura Esquivel. Más allá de la novedad, como escritor, por mucho, Carlos Fuentes era el mexicano más afamado —días después presentaría en Madrid su antología de cuentos El naranjo, o los círculos del tiempo—.
— Ah, y también tenemos algunos libros de poesía de Guerra —me dijo un dependiente cuando le resultó indudable que no iba a comprarle un ejemplar de la Esquivel.
— ¿Guerra?
— ¡Pue sí, hombre! ¡Cómo no lo conocéis, si hace nada acaban de darle el Nobel!
— ¡Paz! Octavio Paz.
— Paz, Guerra… El Nobel mexicano.
Y hoy, ¿será el Checo Pérez el mexicano más famoso en Europa? Seguramente sí entre las personas aficionadas a ver automóviles dándole vueltas y vueltas a un circuito, ¿pero entre el gran público?
— También es muy frecuente que relacionen a México con Salma Hayek –me cuenta AM, quien lleva casi cuatro años viviendo en la capital de Francia.
— ¿Algo tendrá que ver que su esposo francés, el multimillonario François-Henri Pinault?
AM se encoge de hombros y planta la típica cara de indiferencia que tanto gusta en tierras galas. Sea como sea, al menos puedo reportar que durante mis andares por las calles de París no me hallé nunca una sola fotografía o pintura alusiva ni a la actriz coatzacoalqueña ni al corredor de autos tapatío, tampoco en Ámsterdam ni en Berlín. En cambio —y debo admitir que esto resultó para mí francamente desconcertante—, me encontré por todos lados con imágenes de la señora Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón (1907-1954), sobre todo autorretratos o variaciones de ellos: Firdas Kahlo estampadas en almohadas y cojines, Fridas cejonas en velas y joyeros, Fridas imanes para el refri, Fridas afiches, cuadernos con Frida en la portada, Fridas calcomanías en los postes, carteles de Frida en bares y cafés, muñecas de trapo y aretes Fridas en los mercados de pulgas, posters y postales de Fridas en las tiendas de los museos, Fridas decorando tazas, modelos con un leve bigote pintado vestidas a la Frida…
— No, bueno, esto ya es el colmo: mira: Chaussette Paris… —le muestro a AM en una tienda de souvenirs ubicada a unos cuantos pasos de la fuente de Saint-Michel – Notre-Dame: entre algunos calcetines con bordados que muestran la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, sombreritos napoleónicos…, unos calcetines con el rostro caricaturizado de la mexicana Frida Kahlo y en letras rojas la palabra “PARIS”.
— Y de Diego Rivera ni quién se acuerde, ¿no? —le pregunto a AM.
— No creo que sepan ni quién fue.
Días más tarde, en las calles de la capital de Alemania, volvimos a encontrarnos con la chilanga más famosa del planeta: Frida Kahlo en una plétora de productos y en pintas callejeras. Para no dejar con la duda a nadie, en casi todas las tiendas de recuerdos y regalos que hay en el aeropuerto nuevecito de Berlín-Brandeburgo Willy Brandt —comenzó a operar apenas en octubre de 2020, después de 14 años de construcción—, el montón de Fridas en un montón de souvenirs. ¿Frida Kahlo recuerdo de Berlín?
No cabe duda, nadie tiene control alguno sobre cómo será recordado… u olvidado.
@gcastroibarra