¿Cuándo se pueden resolver desacuerdos por medio de la argumentación?/ El peso de las razones  - LJA Aguascalientes
15/11/2024

¿Hay algún tipo de argumentos que no sean en principio resolubles por medio de la argumentación? Robert Fogelin sostenía que eran aquellos en los que se habían socavado las condiciones de la argumentación: los desacuerdos profundos. Fogelin perseguía una pista correcta, pero su caso resultó demasiado contencioso.

No obstante, resulta más reveladora la pregunta inversa: ¿hay algún tipo de desacuerdos que sea posible resolver argumentativamente? Jean Goodwin ha sido escéptica a este respecto: “¿No debería ser fácil, o al menos posible, mostrar un caso significativo en el que una actividad argumentativa conjunta ha promovido el entendimiento mutuo, el consenso racional, etc.? ¿O, alternativamente, algunas estadísticas que sugieran una correlación entre un aumento del discurso argumentativo en alguna sociedad y un aumento allí en el entendimiento mutuo (etc.)? Desafortunadamente, no se está produciendo tal evidencia. La argumentación es disfuncional… La consecuencia más destacada de las actividades conjuntas que involucran argumentos es hacer enfadar a los participantes: ésta es al menos una visión común y generalizada de la función de la argumentación”.

Goodwin anticipa aquí una posición contenciosa sobre las consecuencias de nuestros intentos de resolver desacuerdos por medio de la argumentación, cuando subraya con ironía que los interlocutores suelen terminar molestos cuando argumentan a partir de un desacuerdo. Aunque fuese cierto que la argumentación tiene como función resolver desacuerdos, la resolución puede no producirse. Esta posibilidad resulta innegable. El problema es que se suele asumir que después de una argumentación que fracasa en la resolución de un desacuerdo los interlocutores permanecen con el mismo desacuerdo del que partieron. Para Fabio Paglieri, por el contrario, este supuesto es demasiado optimista. Muchas veces, después de la argumentación, el desacuerdo puede intensificarse, y esto puede ocurrir a causa y no a pesar de la práctica argumentativa. La posible intensificación del desacuerdo puede depender de factores epistemológicos, pragmáticos y culturales; y podría sostenerse que debemos ser cuidadosos cuando elegimos cuáles desacuerdos hemos de enfrentar argumentativamente.

La poca evidencia de la que disponemos señala que la argumentación puede resultar útil para resolver desacuerdos en grupos más o menos homogéneos con respecto a sus creencias u otros estados mentales; incluso, que la argumentación cumple muchas veces el papel de marcador de afiliaciones sociales. Si esto es cierto, en el mejor de los casos, la argumentación posibilita la resolución de desacuerdos débiles al interior de grupos homogéneos y, en el peor, la polarización al interior de grupos heterogéneos. La argumentación, más que ser un factor que produzca homogeneidad desde fuera, funciona cuando ya hay cierta homogeneidad desde dentro.

Pensemos en un ejemplo que puede dar sentido a estos (en apariencia) desconcertantes resultados. En un estudio, los psicólogos Feldman, Forrest y Happ examinaron los efectos de las metas de autopresentación sobre la cantidad y el tipo de engaño verbal utilizado por las y los participantes en díadas del mismo género y de género mixto. En general, las y los participantes dijeron más mentiras cuando tenían el objetivo de parecer agradables o competentes en comparación con la condición de control, y el contenido de las mentiras varió según el objetivo de la autopresentación. Este tipo de estudios muestran, entre otras cosas, que las personas suelen evitar conflictos con aquellas otras a las que no conocen: la mentira cumple el papel de facilitar la convivencia inicial y no entorpecer el diálogo. Una consecuencia no trivial de ello sería que rara vez nos enganchamos en un intercambio comunicativo de tipo argumentativo con aquellas personas que no conocemos y que se encuentran en algún desacuerdo con nuestros puntos de vista: resulta más fácil mentir, o bien buscar un tema en el que exista coincidencia. Una segunda consecuencia no trivial es que, justamente, solemos argumentar con personas que comparten una afiliación social con nosotras, por lo que es esperable que los desacuerdos, si los hay, sean débiles.

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