If you are always trying to be normal,
you will never know how amazing you can be.
Maya Angelou
Al fin
Ahora que oficialmente se decretó el fin de la emergencia sanitaria por Covid 19, digo que ojalá hayamos entendido un cúmulo descomunal de cosas, en principio, que esa ilusión colectiva que llamamos “normalidad” es precisamente lo que nos llevó a la pandemia. Porque como haya sido que se cruzó el dichoso virus en el camino de la especie humana, la pandemia únicamente pudo ocurrir por las maneras en que está organizada la vida de ya más de ocho mil millones de personas.
En concreto, me refiero a un aspecto: ahora que oficialmente terminó la emergencia sanitaria, espero que hayamos aprendido que el trabajo a distancia es perfectamente posible y que en muchos empleos se asiste no mucho sino demasiado a los centros laborales.
Normalidad confinada
Transitábamos lentamente por uno de los peores meses de pandemia. Habíamos ya salido del pánico irracional para instalarnos en el miedo sobradamente justificado. Pleno confinamiento. Legiones de contagiados y muchísimas muertes, no pocas muy cerca de todos. Ni para cuándo se veía que pudieran estar listas las primeras vacunas. Durante una llamada telefónica con un compañero de trabajo, de hecho un superior jerárquico, comentábamos acerca de la sorprendente capacidad de adaptación que la enorme mayoría del personal técnico estaba demostrando.
— La chamba está saliendo.
— Sí.
— Bien y a tiempo.
— Eso sí, que ni qué.
— ¿Ves? Si algún día termina esto, ya no va a haber pretexto que valga para que, al menos en los días de contingencia ambiental, podamos dejar que la gente trabaje en su casa.
— Bueno, sí… —me respondió—, aunque no vas a poder negarme que, estando en casa, uno no trabaja todo el tiempo, digo, acepta que te paras a la cocina a prepararte un cafecito, que estiras un rato las piernas, que te asomas a pajarear por la ventana… Fulana incluso me ha contado que ella hace varias pausas al día para sacar a pasear al perro un rato… O sea, acepta que estando en casa no trabajamos durante toda la jornada.
— Oye, pero es igual…
— ¿Cómo igual?
— Claro, cuando íbamos a la oficina nadie trabaja sin parar desde que llega hasta que se va…
— …
— Igual te levantas al baño, miras durante un rato el techo o te asomas por la ventana, te paras a cotorrear con alguien…
— Bueno, sí, ¿verdad?
Normalidad finisecular
En las postrimerías del siglo pasado, más precisamente desde los primeros meses de 1992, me tocó formar parte de un pequeño equipo que tenía una encomienda fácil de frasear: organizar y coordinar la medición de la mitad del territorio nacional. No viene al caso entrar en detalles, pero pueden creerme que aquello implicó un demonial de trabajo, entre otras cosas, viajar por todo el país. A finales del siglo XX, todas las reuniones eran lo que hoy llamamos presenciales. Al final de aquel año, acumulé 5.2 vuelos promedio semanal. Así que buena parte de los manuales y documentos que hice durante ese período, y fueron un montón, los trabajé en coches, hoteles, restaurantes y salas de espera de aeropuertos —por cierto, en una de las primeras computadoras portátiles que llegó a mis manos, un portento tecnológico que pesaba casi diez kilos—. Durante ese período, que para mí se prolongó al menos dos años, si no tenía que treparme mucho más temprano en un avión o una camioneta, mis jornadas laborales normalmente comenzaban alrededor de las nueve de la mañana y jamás terminaban antes de las ocho de la noche.
Normalidad impuesta
A raíz de la crisis económica de 1994, como ocurría en toda la administración pública federal, en la institución en la que yo laboraba se establecieron algunas medidas emergentes de austeridad. Por aquellos ayeres, hace ya casi treinta años, en las oficinas en las que yo trabajaba —dirigía una unidad regional— las labores iniciaban a las siete y media de la mañana, cuando parte del personal comenzaba a llegar, y usualmente había quienes se quedaban hasta alrededor de las diez de la noche. Entonces fue que decidí que todos teníamos que trabajar de 8:30 a 16:30, y apagar todo a partir de esa hora. No fue fácil. Recuerdo que, durante los primeros días, yo mismo recorría el edificio a las cinco de la tarde para pedirle al personal que ahí seguía que se retirara. Más de uno se quejó de que tenía mucho trabajo, pero, sobre todo, de que afuera de la oficina no tenía nada qué hacer. Luego, unos días después, recibí una llamada desde las oficinas centrales de la institución.
— ¿A quién le pediste permiso para recortar los horarios? –me cuestionó el coordinador administrativo.
— A nadie, porque no recorté ningún horario. Todos trabajamos ocho horas al día, nada más que al mismo tiempo y de corrido.
Vuelta o avance
Convendría que recordemos que antes del coronavirus, es decir, hace muy muy poco tiempo, vivíamos inmersos en una normalidad —como todas— en la que lo más cómodo era asumir como incuestionables, como inamovibles, una serie de situaciones que pueden perfectamente ser de otra manera. Vivíamos pensando que es natural que la gente trabaje cinco días a la semana, de lunes a viernes; que la mayoría lo haga desde temprano en la mañana y hasta cerca del ocaso; que hay que hacerlo juntos, en un mismo espacio compartido; que las reuniones de trabajo son presenciales; que todos los empleados de una organización deben laborar en el mismo horario y que a partir de cierto rango hay que usar corbata… ¿El fin de la emergencia debe significar regresar a lo mismo? Puede, pero no tiene que ser así. La definición de lo normal es social, siempre. Así que, lo queramos o no, las formas que tome la normalidad posterior a la pandemia dependen de todos; ojalá que seamos conscientes de ello, ojalá que participemos en el proceso y lo entendamos como un movimiento hacia adelante y no como un regreso.
Nada es normal, sino hasta que la mayoría de la gente lo asume como tal.
@gcastroibarra