La semana pasada compartí con ustedes que se realizó la etapa de un rally internacional en nuestra querida y desprotegida, por lo que nos dimos cuenta, Sierra Fría. En esta entrega quiero compartir con los lectores de esta columna una experiencia familiar, pues cuando le comenté de este evento a mi esposa su observación al respecto fue muy puntual, me dijo: ¿qué no sienten el calor? Honestamente su respuesta me pareció brillante, me dejó sin palabras y me limité a decir de forma balbuceante “supongo que no”.
No tengo muy claro cómo y cuándo comencé a relacionarme con los temas de protección ambiental y de allí al activismo, pero sí la fecha en que mi esposa e hijas se sumaron conmigo a compartir esta apasionante actividad, fue el día del padre del año 2020, momento en el que la pandemia nos alejó de muchas de las actividades que realizábamos de manera cotidiana. Meses, o tal vez años antes de este acompañamiento, salía en las mañanas con mi azadón al hombro y mis compañeros canes a caminar en el Parque México; durante la caminata me daba a la tarea de localizar mezquites resilientes que se asomaban entre el pasto seco y que yo interpretaba como un llamado de auxilio, pues en cualquier momento algún vándalo provocaría un incendio y quemaría el crecimiento que este árbol había conseguido en el lapso de un año, y enfatizo, un año porque los incendios en este sitio son recurrentes durante la temporada de sequía. Para no hacer más larga esta narración me limito a compartirles que mi regalo del día del padre fue que mi esposa y mis hijas me acompañaran a proteger y rescatar árboles nativos resilientes. En ese momento no sabíamos en la agotadora labor en que nos metíamos, porque para sorpresa de ellas y mía, había muchos árboles que rescatar. Originalmente la idea fue comenzar a las 8:00 am y terminar a las 10:00 am., pero no fue así, pues nos dieron las 12:00 pm. y no queríamos parar, ya que al tiempo que terminábamos de desmalezar con nuestras herramientas y nuestras manos el pasto que se convertía en una amenaza para el árbol, encontrábamos otro y no queríamos dejarlo a su suerte, es decir, que fuera consumido por algún potencial incendio. En fin, así comenzamos esta gratificante y satisfactoria actividad; pero simultáneamente frustrante porque cuando termina la etapa de lluvia, el pasto crecido comienza a secarse y no falta algún inconsciente que provoque algún incendio que acaba los árboles y con el trabajo que se realizó. Alguna ocasión entre mi hija menor y yo intentamos detener un incendio antes de que llegara a una zona con muchos árboles, pero sin conseguirlo debido a las ráfagas de aire que lo avivaban, así que tuvimos que alejarnos y ver borrosamente a través de las lágrimas en nuestros ojos como se iba quemando cada uno de los árboles sin poder hacer nada.
Este hecho, entre otros, me ha llevado varias veces a querer retirarme del activismo ambiental, pues si los demás no sienten el calor que yo siento y que sé que somos los seres humanos los responsables de éste ¿por qué yo tendría que querer hacer al respecto si veo que a nadie le interesa? Aquí es donde vuelve a aparecer mi maravillosa mujer, pues no me ha dejado solo en esta batalla, se ha dado a la tarea de acompañarme en esta misión, no de salvar el mundo, sino sólo de salvar la mayor cantidad de árboles posible tanto en el parque México como áreas aledañas, e incluso un poco más allá. Así que ha aprendido a usar la desmalezadora (o mosco), el talache, el azadón, las tijeras para podar y entre ella, mis hijas y yo poco a poco vamos avanzando en la restauración ecológica del Parque México, sitio abandonado por las autoridades gubernamentales, pero que de a poco vamos logrando que esa zona olvidada y vandalizada muestre señales de lo que debería ser un bosque de mezquites, huizaches, varaduz, gatuños, tronadoras, acorde con el ecosistema propio de la región.
A esta actividad se han sumado ya algunos ciudadanos, así como alumnos del centro de enseñanza media de la UAA y recientemente personal de la PROESPA lo que nos ha permitido un mayor avance en la protección de árboles superando más de trescientos sin haber plantado ninguno, pues todos son prueba de la fortaleza que posee su propia naturaleza, es decir, de su resiliencia que es la que les permite sobrevivir a pesar de la adversidad, por eso vale la pena seguir con esta labor de su cuidado y protección.
Agradezco a mi esposa e hijas el acompañamiento en esta misión, sin su apoyo y aliento hace tiempo que habría dejado de hacer y compartir con ellas, y otras personas, esta gratificante actividad que nos llena de orgullo y satisfacción, pero sobre todo de esperanza de que, a través de ella podamos vivir en un mundo con más árboles y menos caluroso.