Los argumentos son medios plurifuncionales: los usamos para dar razones a favor o en contra de una propuesta, para sentar una opinión o rebatir la contraria, para defender una solución o suscitar un problema, para aducir normas o valores que orienten el sentir de un auditorio o el ánimo de un jurado, para fundar un veredicto, para justificar una decisión o para descartar una opción, para convencer a quien lee uno de nuestros escritos de ciertas ideas o posturas, o para prevenirle frente a otras (en palabras de Luis Vega). Usamos argumentos cuando buscamos convencer, deslumbrar, dominar, encantar, fascinar, hacer patente, hacer ver con claridad, modificar creencias, persuadir, resolver conflictos, seducir, tratar problemas o zanjar discrepancias con nuestras y nuestros interlocutores (en palabras de Carlos Pereda). Los usamos también para resolver muchas dificultades que tienen que ver con nuestras creencias teóricas o prácticas, y con ello evitar en cierta medida otras opciones violentas para resolver nuestras desavenencias. No obstante, esta enorme variedad de usos que podemos darle a los argumentos puede hacer un flaco favor a nuestra comprensión de su naturaleza, pues no son otra cosa que distintas cosas que las personas pueden hacer con ellos, muchas de las cuales podrían hacerse con otros medios más adecuados.
Pensemos, por ejemplo, en los martillos. Las personas pueden utilizarlos para golpear a otras personas, para amenazarlas, para jugar a ver quién los lanza más lejos, y otros usos incluso más extravagantes. Pero si le preguntamos cuál es su uso más benéfico y común a nuestro carpintero de confianza, por el cual se diseñó y seguimos comprándolo en las ferreterías, nos diría que es una herramienta utilizada principalmente para golpear, clavar o extraer clavos o algún otro objeto en superficies propicias. ¿Hay algún uso similar que podrían señalar nuestros argumentólogos de confianza si les preguntamos por el uso más benéfico y común de los argumentos? En otras palabras, ¿hay algo que hacemos o podemos hacer con ellos siempre que los usamos, aunque los estemos usando para algo adicional?
Parece que cuando argumentamos —piensan algunos— buscamos o bien reducir las diferencias de opinión con nuestros interlocutores, o bien persuadirlos. Esto se debe a que resulta por lo menos extraño pensar en la argumentación en soliloquio: sin al menos algún interlocutor, no podríamos diferenciar a la argumentación del mero razonamiento. Es por ello por lo que tanto la reducción de una diferencia de opinión como la persuasión racional apuntan como candidatos a usos comunes y benéficos de los argumentos y la argumentación. Pero también lo sería el intento de justificar una conclusión.
Ahora bien, ¿todos estos usos de los argumentos y la argumentación se encuentran en paridad? En otras palabras, ¿es alguno más básico que los otros? El punto puede parecer evidente: para que tanto la reducción de una diferencia de opinión como la persuasión sea frutos de la argumentación —y no de algo más— debemos apoyar la verdad de una representación mediante la de otra u otras representaciones. Además, podemos tanto reducir diferencias de opinión como persuadir utilizando medios distintos a la argumentación, y no pocas veces suelen ser más efectivos. Dicho de manera más breve: los argumentos son una condición necesaria para la argumentación. Por tanto, parecería que las elecciones han arrojado a un ganador: la justificación de un punto de vista con miras a su verdad. Aunque así parece, el asunto está lejos de ser tan simple, y la historia de nuestro estudio de la argumentación ha señalado a un ganador distinto. La Teoría de la argumentación es la disciplina que busca responder a este debate y a otras preguntas similares en la actualidad.
mgenso@gmail.com