En el ámbito legal solía usarse, y todavía suele usarse en ciertos sistemas judiciales, el concepto actos de dios para referirse a eventos imprevisibles e inevitables que quedan fuera del control de los seres humanos. Dichos eventos, por su naturaleza, suelen causar daños materiales o pérdidas humanas: terremotos, huracanes, inundaciones, erupciones volcánicas, incendios forestales, tormentas de nieve, rayos, explosiones, epidemias, guerras, disturbios civiles y demás. Frente a fuerzas que están más allá de los poderes y capacidades humanas, un acto de dios indica para los juristas un evento en el que resulta cuando menos difícil atribuir responsabilidades en su sentido causal: nadie ocasionó el evento, y mucho menos hubo intenciones detrás que haya que evaluar y juzgar.
Del latín “Actus Dei”, un acto de dios, no obstante, detona cuestiones teológicas fundamentales. Si los eventos ocurridos están más allá del control humano, pero no así del divino (al final, el acto es ocasionado por un presunto dios), ¿por qué dicha entidad sobrenatural ocasionaría o permitiría intencionalmente el sufrimiento y dolor humanos? El problema del mal ha sido y sigue siendo uno de los más grandes escollos teológicos para persuadir a las personas de la existencia de un dios infinitamente bondadoso. Pero, incluso si aceptamos los retruécanos argumentativos de algunos creyentes para justificar el mal y el dolor de las personas, ¿por qué ese ente que causó o permitió esos actos no responde de manera adecuada ante el absurdo que en muchas ocasiones inunda nuestras existencias? La teología resulta muchas veces un antídoto pseudointelectual y rocambolesco para atender las múltiples heridas de la vida humana.
En nuestros sistemas políticos actuales, el concepto suele ser un subterfugio para eximir de responsabilidades a los agentes, ya sea por completo, o al menos en cierta medida. Si un evento estaba por completo fuera de nuestro control, ¿tiene sentido que se nos atribuya responsabilidad por el mismo? La responsabilidad, antes que nada, no es un concepto monolítico. Uno no sólo es responsable por aquello que causa, sino también, por ejemplo, por aquello que intenta sin éxito, o por aquello a lo que podía responder y no hizo de manera adecuada.
El concepto de actos de dios ha sido traducido por nuestros gobiernos, de manera oportunista, por el de desgracia. No obstante, las desgracias resultantes de los actos de dios fácilmente pueden convertirse en injusticias. ¿Cómo? ¿Acaso las desgracias no las causan fuerzas que están más allá de nuestro control y las injusticias, por el contrario, son causadas por otros seres humanos con intención? Sí y no. En efecto, parece que nadie es el culpable de que un huracán destruya tu hogar. Sin embargo, detrás de toda desgracia se alojan las injusticias más sutiles o más devastadoras.
Usemos un ejemplo conocido que ha estudiado Michael Sandel. Hace algunos años un terrible huracán azotó las costas de Florida. Muchas familias perdieron su casa, su trabajo, a sus seres queridos. Todos diríamos a coro: ¡qué terrible desgracia! Frente a una desgracia como ésta parece que sólo cabe la fortaleza. Levantarse cada mañana, si es que se tiene dónde dormir, y tratar de reconstruir lo perdido. Volver a la vida; pues, en efecto, la vida sigue. No obstante, después de que el huracán azotara las costas, los expendedores de víveres esenciales (como agua potable y medicinas) inflaron los precios de sus productos sin restricción. Lo que sucedió es que la gente tuvo que comprar por diez dólares una botella de agua que en otro momento hubiese costado un dólar. Los republicanos libertarios defendieron a los expendedores con el argumento simple del libre mercado: los precios se fijan a partir de la oferta y la demanda. Nada hay de malo en ello. ¿Acaso la intuición no nos dice lo contrario? Sin duda, ¿qué hay de libre en un mercado que extorsiona a los consumidores para que compren a precios inflados productos que requieren dada su desgracia? Otra vez, una desgracia se convierte en una injusticia.
El punto es que carecemos de una distinción clara entre desgracia e injusticia, y el concepto de actos de dios hace un flaco favor a la claridad conceptual. Como bien señaló Judith Shklar, una desgracia fácilmente se convierte en una injusticia cuando no tenemos la disposición y la capacidad para actuar en nombre de las víctimas, para culpar o absolver, para ayudar, mitigar o compensar, incluso cuando miramos a otro lado.
Los gobiernos, incluso en un mundo secularizado, han calcado muchas veces el lenguaje teológico para evadir sus responsabilidades. Iglesias y gobiernos se parecen mucho más de lo que pensamos en ocasiones.