Quien se inicia en el estudio de la filosofía del lenguaje tarda poco en descubrir que se trata de un área peculiar de la filosofía por varias razones. Al igual que en otras disciplinas filosóficas, como la ética, la epistemología y la metafísica, en la filosofía del lenguaje se exploran varias ‘grandes preguntas’ que pueden presentarse en el curso de una conversación de sobremesa. Por ejemplo: ¿cuál es la diferencia entre aquellas concatenaciones de signos y sonidos que tienen significado y las que no lo tienen?, ¿en virtud de qué las palabras y oraciones poseen significados específicos?, ¿cómo podemos entender palabras y oraciones?, entre otras. A diferencia de lo que ocurre en otras áreas de la filosofía, estas preguntas conducen a problemas muy técnicos muy rápido.
Al aproximarse a estas preguntas, las y los filósofos del lenguaje suelen tener en mente un objetivo peculiar. Lo que se proponen comprender no es lo que ocurre en lenguas específicas, como el castellano, el francés o el chino mandarín, sino algo que permea al lenguaje en general. Sin embargo, en otro sentido su meta está anclada a la muy peculiar situación de nuestra especie. Tratan de entender lo que hace especial al sistema de comunicación que empleamos los seres humanos. Esta elección no es una mera cuestión de chauvinismo. Otras especies animales tienen sistemas comunicativos fascinantes, que merecen (y reciben) atención teórica considerable. No obstante, la comunicación lingüística de los humanos parece ser única, al menos por su grado de sofisticación. En su libro póstumo, Complejidad y ambigüedad, Maite Ezcurdia señaló varios de los rasgos que hacen especial a nuestra capacidad lingüística. Esta capacidad nos permite una producción creativa de contenidos, sobre los cuales es razonable esperar una interpretación exitosa por parte de nuestra audiencia, presumiblemente debido a la gramática del lenguaje. Además, nuestro uso del lenguaje tiene rasgos que exhiben intencionalidad y racionalidad: en nuestras interacciones lingüísticas reconocemos propósitos y tratamos de coordinarnos de maneras eficientes. Es por ello que la del lenguaje, junto con otras capacidades cognitivas, contribuye a la coordinación social fina: posibilita que nos adaptemos a circunstancias nuevas en el entorno al permitir la transmisión de mensajes precisos y detallados.
Asumiendo que esta capacidad fue seleccionada evolutivamente, Ezcurdia sugiere que podemos preguntarnos por su función: “lo que poseer el lenguaje hace hoy en día, o ha hecho en la historia moderna reciente, que contribuye a la supervivencia y la reproducción de los organismos que lo poseen, y que o bien hace de manera mucho más eficiente que otros sistemas comunicativos o bien no es algo que hagan otros sistemas comunicativos” (2022: 51). La sugerencia que Maite Ezcurdia exploró y desarrolló en este libro es que, “a pesar de todas las diferencias que hay entre las diversas lenguas humanas, todas ellas deben poder expresar y comunicar pensamientos a otros que las comparten” (2022: 53-4). El lenguaje permite expresar y comunicar distintos tipos de pensamientos (creencias, deseos, intenciones, emociones, etc.) y diferentes tipos de contenidos (por ejemplo, generales o singulares). Lo que hace asombrosamente complicada la comprensión filosófica del lenguaje puede apreciarse al preguntarnos cómo realiza esta función.
Para quien desee aventurarse a explorar los entresijos de esta área de la filosofía, el libro de Maite Ezcurdia ofrece una guía invaluable. En él se desarrolla con detalle el itinerario que nos invitaba a recorrer en la IX Cátedra Ezequiel A. Chávez: Lenguaje y pensamiento, a la que algunos tuvimos la fortuna de asistir en noviembre de 2017. Aunque no podemos –como entonces– formularle nuestras inquietudes en persona, nos ha dejado en sus palabras una manera muy humana de aproximarnos a la filosofía del lenguaje.