En el trabajo me preguntan qué amo de ser mujer. Las palabras siempre en la punta de la lengua retroceden hasta el paladar. Literalmente yo no elegí la combinación cromosómica y hormonal que indujo las características físicas con que nací, según las cuales fui clasificada en el género femenino. A bote pronto pienso en que, si alguien hubiese pedido mi consentimiento para adscribirme a una población que históricamente ha sido privada de sus derechos a la ciudadanía, a la propiedad, a la autoridad sobre su cuerpo, sinceramente, lo pensaría dos veces.
Me preguntan, durante la ola de consciencia colectiva que se alza los 8 de marzo, qué es lo que amo de ser mujer y supongo que no es prudente decirlo, pero no encuentro respuesta políticamente correcta porque más allá de la biología y sus experiencias -que algunas encuentran más gratificantes que otras- nadie decidió las atribuciones políticas, estéticas, psicosociales y culturales que son impuestas a las mujeres, la cruz de nuestro género. Es cierto que en una sociedad ideal la diferencia sexual de las personas no debería añadir carga al peso de existir, como tampoco el color de piel, orientación sexual, discapacidad o estrato socioeconómico; aunque en los hechos estas características, solas y en conjunto, complican el acceso a los derechos humanos más elementales. Por eso no pesa lo mismo la cruz de esta, ese o aquelle. Lo que me trae de regreso a la pregunta inicial a la que intento contestar: soy una mujer heterosexual, blanca, clase media, beneficiaria de una serie de circunstancias cuya conjunción me trajo hasta el privilegio, un sitio desde donde he decidido, con cierta libertad, mi identidad, carrera, relaciones afectivas, sexualidad y maternidad; un sitio que si hoy me es posible ocupar es por quienes me anteceden y ahora soy responsable de salvaguardar para quienes me suceden. Y no solo eso, buscar que no seamos sólo un puñado quienes podamos ejercer nuestra autonomía a plenitud, libres y sin miedo. Cuidar que no haya retrocesos para nadie.
Porque no sé quién, en sus cabales, querría formar parte de las otras, la otredad, pero no hablo más que por mí, yo no elegiría ser el personaje secundario de sociedades androcentristas, donde el protagonismo se centra en varones de cierto perfil, con algunas excepciones, porque hasta en la otredad subsiste otredad. Al mismo tiempo, no quiero ser más que la que soy, quiero el mismo espacio sin negarme, bajo esta premisa trabajaron Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, Bell Hooks, algunas de las mujeres que han levantado sus pensamientos y voces contra el orden establecido. Me encantaría nombrar a todas, incluso a quienes la historia olvidó, pues gracias a ellas hoy estamos cosechando, incursionando, siendo las primeras. Las primeras mujeres en ocupar ámbitos y espacios de decisión eclipsados por hombres, como Stephanie Frappart (Francia), Salima Mukansanga (Ruanda), Yoshimi Yamashita (Japón), Neuza Back (Brasil), Karen Díaz Medina (México) y Kathryn Nesbitt (EE.UU.), las primeras en arbitrar partidos de un Mundial de fútbol; Norma Lucía Piña Hernández, la primera ministra frente a la Suprema Corte de Justicia de la Nación en México; o Teresa Jiménez Esquivel, la primera gobernadora de Aguascalientes. Todas en menos de un año. Y aunque el monopolio masculino poco a poco se desvanezca, quedan recovecos como la presidencia del Instituto Nacional Electoral, dirigencias de partidos políticos, empresas.
La semana pasada miles de mujeres marcharon en reclamo de su dignidad. Protestaron por algo que debería ser inherente a nosotras, a todes, como seres humanxs. Exigieron desde la rabia y la fiesta y el arte y las instituciones todo aquello que por derecho nos corresponde, porque ese derecho no lo sería sin el reclamo y las movilizaciones del pasado. Marchar hasta que nadie tenga que hacerlo. Entonces pienso en la definición que dio Ángela Davis al feminismo: la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas. A veces se nos olvida y criticamos las pintas, como si el dolor no marcará con tinta indeleble a las personas, como si no fuera el más desafortunado iconoclasta.
Hace falta miopía para ver sólo marea morada donde hay personas con distintas realidades, personas que hicieron contingente desde una diversidad de visiones, opiniones y aspiraciones, en torno a ciertas causas en común. Familiares de víctimas de feminicidio, tortura y desaparición; sobrevivientes al maltrato, el desplazamiento forzado o la precariedad, afectadas por abuso laboral y discriminación incluso rotos los techos de cristal. Las que luchan contra la opresión de la iglesia y las que pretenden conciliar entre su fe y el feminismo. Activistas de larga data y jóvenes recién iniciadas. Las que ven necesario acercarse a gobiernos y las que prefieren accionar lejos del poder público. Las que reclaman el reconocimiento a su autodeterminación. Y aunque los derechos no sean negociables bajo ninguna circunstancia, necesitamos diálogo y pedagogía para que se hagan efectivos. Cuando la violencia es transversal y las desigualdades tan pronunciadas, es difícil coincidir en una plaza pública y, sin embargo, ahí estaban.
La sororidad y el empoderamiento se han posicionado como un discurso aglutinador, aunque creo difícil que esto llegue a lograr algo homogéneo. Confieso que he sido violentada y que también he cometido violencias hacia otras cuando menosprecio sus creencias, critico sus decisiones personales o juzgo su apariencia a partir de preceptos heteronormativos. Aunque sea una excepción a la regla, creer que ser mujeres o disidencias sexuales nos exime de cometer violencia de género, es un error. Mi monólogo interno está fuera de control, pero sigo sin contestar.
Bien, la respuesta es: no -Alta Traición-, no amo ser mujer por el sólo hecho de serlo, fui ajena a los procesos fisiológicos y las construcciones sociales en torno a la diferenciación de los cuerpos, etiquetada como mujer desde antes de tener consciencia, pero dejémoslo en que procuro hacerme responsable de la identidad que asumí y, en parte por decisión propia, en parte por aleccionamiento, de los mandatos que acepté sobre lo que una mujer significa para la sociedad. Puedo llegar a amar ciertas experiencias de la femineidad que elegí y con la que ninguna otra persona debe identificarse más que por decisión propia. Soy responsable de los estigmas que reproduzco. Responsable de lo que hago con mis privilegios. Y si me dieran a escoger, probablemente no aceptaría ser mujer de buena gana, pero de todos modos no me conformaría.
Gracias por compartir este caleidoscopio.
@HildaHermosillo