Durante estos días tibios de marzo me han asaltado los recuerdos con un intenso sabor a nostalgia, y es que a veces paladeas con gusto agridulce ese inconfundible sabor a melancolía que paradójicamente resulta tan agradable y de repente, quizás sin ser consciente de ello, tú mismo llamas los recuerdos, evocas el pasado, y no sé si a esto se le pueda llamar masoquismo, pero esta tristeza suele resultarnos un lugar cómodo para permanecer ahí todo el tiempo que se pueda.
Seguramente todo esto se debe a mi cumpleaños el pasado 18 de marzo, mis primeros 60 años, esto me ha hecho experimentar una serie de sensaciones encontradas, y son tantas y tan majestuosamente intensas que se convierten en una especie de furioso huracán que me mueve de un lado a otro sin que yo pueda oponer la más mínima resistencia, como ya te comenté, creo que yo mismo lo provocó, o por lo menos no lo evito, hago fáciles las cosas para que esta vorágine de recuerdos me sigan inundando, y ¿sabes?, me gusta, sin duda me gusta.
El otro día me sorprendí acostado en mi cama sin poder dormir, la última vez que vi la hora eran las 3:46 de la mañana, ya sabes lo que sucede con los insomnios, todo lo sientes con mayor intensidad y los problemas parecen más grandes de lo que en realidad son, pero no sólo los problemas, también el dolor, la angustia, la tristeza, no sé si la felicidad también, pero en general, todo adquiere intensidad. Sumido en ese sopor empecé a recordar cosas de mi infancia. Mi irreprimible gusto por la música clásica y mi pasión por los libros se los debo a mi papá y a mis tías, Emma y Mago, hermanas de mi padre. Recuerdo que mi papá me contaba las grandes hazañas de los directores de orquesta como si de grandes héroes se tratara, y para mí, un concierto sinfónico era una intensa batalla en donde el director, armado con la invencible batuta, y con dominantes movimientos de su invicto brazo, guiaba a sus huestes a la victoria final. Así imaginaba yo a mis 7 o tal vez 8 años a Arturo Toscanini, Herbert von Karajan, Eugene Ormandi, Bernard Haitink, Nikolaus Harnoncourt, Georg Solti, Leonard Bernstein, y la música que hacían surgir de la orquesta, era el himno triunfante de su indiscutible victoria. Recuerdo aquellos sábados en la mañana sentado al pie del restirador de mi papá, y mientras él dibujaba con pasión y me decía: “escucha, es el Concierto para violín de Tchaikovsky”, yo cerraba los ojos y me imaginaba a Itzahk Perlman tocando el violín y al maestro Eugene Ormandy al frente de la Orquesta de Filadelfia, eran dos invencibles guerreros, como Ivanhoe y Robin de Locksley, o el Quijote y su fiel escudero Sancho Panza. Y mi mamá pidiéndole a mi papá desde la cocina en donde horneaba un pastel: ¡súbele!
Los recuerdos continuaron en la oscuridad de la noche iluminada sólo por la tenue luz de la nostalgia, recordé casi sin proponérmelo aquellos poemas de Juan de Dios Peza, ¿recuerdas Post-Umbra? Creo que era el favorito de mi tía Mago, ese poema me sacudía, me cimbraba sin piedad, de hecho me sigue moviendo muchas cosas, tanto que a veces prefiero evitarlo, pero… ¿cómo olvidarlo? “Me engañaste y no te hago ni un reproche, era tu voluntad y fue mi anhelo; reza, dice mi madre, en cada noche; y tengo miedo de invocar el cielo. Pronto voy a morir, esa es mi suerte; ¿quién se opone a las leyes del destino? Aunque es camino oscuro el de la muerte, ¿quién no llega a cruzar ese camino? En él te encontraré, todo derrumba el tiempo, y tú caerás bajo su peso; tengo que devolverte en ultratumba todo el mal que me diste con un beso. Mostrar a Dios podremos nuestra historia en aquella región quizá sombría. ¿Mañana he de vivir en tu memoria? Adiós, adiós hasta el terrible día. Leí estás líneas y en eterna ausencia esa cita fatal vivo esperando… y sintiendo la noche en mi conciencia, guardé la carta y me quedé llorando”.
Las palabras las recordaba con una nitidez que no me es común, de hecho todo olvido, pero este poema me asaltaba y exigía mi atención. Hacía mucho que no lo leía, años incluso, y de repente lo sorprendí ahí fresco en mi memoria. Ella, mi tía Mago, me lo leía una y otra vez, sé que ella tuvo una experiencia similar a lo que reza el poema.
Recuerdo también aquellos poemas, también de Peza, dedicado a su padre, a la familia, a su hija Margot y la juguetería. El dramático poema de Reír llorando imaginándome al triste Garrick dando la felicidad a todos aunque él no es feliz. Y claro, no podía dejar de recordar aquellos viejos libros que me acompañaron en mi infancia, no sé si tuviste la oportunidad de conocerlos, es una colección de 12 volúmenes llamados El tesoro de la Juventud, pero aquella vieja edición en blanco y negro con una elegante portada oscura que le daba un toque de sobriedad. Esos libros me acompañaron toda mi infancia y adolescencia, estaban en un librero en la casa de mis tías. Lo primero que hacía al llegar a su casa era sacar esos libros y sentarme en el suelo y pasar horas enteras leyéndolos. Cuando mi tía Mago murió el 10 de diciembre del 2017 busqué los libros pero ya no los encontré, esta ha sido una de las pérdidas materiales que más he lamentado, y nunca dejaré de lamentarlo.
Finalmente amaneció, tenía 60 años y me rejuvenecí con mis recuerdos. Por cierto, mientras escribo lo que lees, escucho con emoción incontenible el Intermezzo sinfónico de la ópera Cavalleria Rusticana de Mascagni.