Me sé afortunado: como mínimo una ocasión he plantado los pies en al menos un sitio de cada una de las 32 entidades federativas que integran la República Mexicana.
En la Ciudad de México, antes DF, he recorrido buena parte de cada una de sus 16 demarcaciones territoriales —por favor, dejen de decirles alcaldías—. Por razones laborales, hace algunos años intenté conocer todos los municipios de Guerrero, el Estado de México y Morelos —hoy en conjunto suman 242— y casi lo consigo —me faltaron unos quince—. De los municipios de Aguascalientes me falta uno: jamás he estado en Tepezalá. Del resto de los estados, mejor no específico… En Oaxaca, Puebla, Veracruz, Chiapas… seguro no me he apersonado nunca en más del 90% de sus respectivos municipios. Creo que difícilmente he pisado poco más de 200 municipios del país, menos del 10% de los 2,475 en los que actualmente se divide el territorio nacional.
En noviembre de 2020, AMLO dijo: “Tengo esa dicha enorme, no quiero que se vaya a malinterpretar y ofrezco disculpas, pero no hay un mexicano, ya no hablemos de los políticos, un mexicano que conozca todas las cabeceras municipales, todos los municipios del país como el actual presidente de México”. El 24 de marzo del 2022 reiteró: “Ofrezco disculpas, pero no creo que haya un mexicano que conozca todos los municipios de México, como el que les está hablando…”.
Independientemente de cuántos municipios haya usted visitado, si reflexiona el asunto unos momentos, caerá en la cuenta de que no es extraño que una persona que ha recorrido la grandiosidad territorial de México profese un arraigado patriotismo, y que, desde ahí, a ras de suelo, abandere un nacionalismo fundamentado, aterrizado. Lo mismo puede decirse de cualquier gente bien versada en la historia de su país. No es fortuito que las sociedades de geografía e historia decimonónicas hayan sido los semilleros de los ideólogos del nacionalismo temprano en toda Iberoamérica. Museos y mapas son dispositivos primordiales de los estados nacionales.
Confundir patriotismo con nacionalismo es común, incluso entre eruditos. No son lo mismo. David Brading (Los orígenes del nacionalismo mexicano, 1988) lo explica claramente: el patriotismo es “el orgullo que uno siente por su pueblo, o de la devoción que a uno le inspira su propio país”, mientras que el nacionalismo es “un tipo específico de teoría política; con frecuencia […] la expresión de una reacción frente a un desafío extranjero…” El nacionalismo, pues, precisa del patriotismo. A diferencia del patriotismo que es un sentimiento que surge espontáneamente de la cotidianeidad, el nacionalismo, en tanto ideología política que abona en favor del poderío de un Estado Nación, debe construirse, primero, y luego permear. George Orwell (Notes on Nationalism) planteaba así la diferencia: “El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo. Ambas palabras se usan normalmente de manera tan vaga que cualquier definición puede ser cuestionada, pero se debe hacer una distinción entre ellas, ya que están involucradas ideas diferentes e incluso opuestas. Por patriotismo me refiero a la devoción a un lugar y a un modo de vida particular…, pero sin deseo de imponerlo a otras personas. El patriotismo es, por su propia naturaleza, defensivo… El nacionalismo, por su lado, es inseparable del deseo de poder”.
Patriotismo y nacionalismo resultan impensables sin un sentimiento de pertenencia, sin una identificación con un lugar, una memoria compartida y una comunidad. En el caso de los países modernos, hablamos de la llamada identidad nacional. La identidad nacional no es una condición inamovible, sino una abstracción dinámica que suele ligarse erróneamente con la idea de un supuesto carácter nacional. Alan Knight sostiene que hablar de carácter nacional implica la creencia de que existen una serie de formas de ser y actuar heredadas a los habitantes de un país por el puro hecho de serlo: todos los mexicanos nacemos corruptos y cueteros, los canadienses afables y los argentinos petulantes. Tales yerros conllevan conjeturas xenófobas y atizan traumas colectivos. El historiador señala el desacierto de ligar un carácter nacional con la idea de identidad nacional. Si uno se refiere a la identidad nacional “como un supuesto concepto explicativo objetivo”, se cae en un desatino, toda vez que “es imposible hallar algún concepto explicativo objetivo bajo la clasificación general”. Por otro lado, si con el término etiquetamos la creencia que la gente mantiene acerca de determinados atributos que se portan nada más por ser mexicano o iraní, entonces se puede tener una interesante materia de estudio —muchos mexicanos creen que todos los habitantes de este país somos impuntuales y tequileros, por ejemplo—. Sea lo que sea la identidad nacional, no es un determinante heredado de padres a hijos, no es una cualidad innata, sino algo que siempre está en proceso, “algo que fluye, se construye y se ‘alcanza’”… o se desdibuja, y que en cualquier caso ocurre en el ámbito sociocultural, no en el biológico. Por eso, es una pantagruélica estupidez decir, por ejemplo, que “la democracia no está en el ADN de la sociedad mexicana”. La nacional es un tipo específico de identidad que convive con otras muchas, como las regionales, las de género, las de clase… Para hacer operativo el concepto de identidad, Knight abre una posibilidad, enclavando en el concepto tres contenidos: la identidad nacional objetiva y sus rivales; su relación con el lenguaje y con la religión; y su conexión con el tiempo y el espacio. Del primer punto, destaca la ponderación de las identidades locales sobre la nacional: el retrato de los chilangos, los tapatíos o los hidrocálidos necesariamente resulta más “‘objetivamente’ cierto y útil para fines explicativos” que cualquier representación de los mexicanos en su conjunto. Queda la identidad a partir de la diferenciación respecto a los demás: los mexicanos son dicharacheros y cotorros, los ingleses son parcos y flemáticos. Se trata de percepciones subjetivas, de tal suerte que la pregunta perdura: “Las características nacionales objetivas de los mexicanos ¿los diferencian drásticamente de otros?” En el lenguaje, Knight no encuentra elementos suficientemente significativos para dar solvencia al concepto; tampoco en la religión…, exceptuando claro “la Virgen de Guadalupe…, acaso el mejor símbolo de la identidad nacional mexicana”. Y más allá…, ¿qué queda exclusivamente mexicano? El planteamiento de Knight es tan incuestionable que podrá parecer una perogrullada: un tiempo y un espacio específicos, una historia y un territorio, y de ellos se inclina más por la dimensión espacial. Si bien los sucesos históricos “constituyen en verdad marcadores importantes” de identidad, “resulta más fácil medir el ‘molde’ de la geografía que el de la ‘historia’”. Más incluso, si bien resulta indiscutible que el devenir a través del tiempo de una nación marca su identidad, “la geografía tiende a generar estructuras históricas duraderas”. Mientras que puede haber diversas versiones sobre cómo ocurrió y qué trascendencia tuvo determinado acontecimiento histórico, la existencia de las formaciones montañosas que atraviesan al país, por ejemplo, es contundentemente irrebatible… De nuevo: una identidad fuerte tiene que estar aterrizada, territorializada.
@gcastroibarra