En su interés por explicar al mundo cómo fue su formación de cineasta, Steven Spielberg hace una película muy personal, demasiado tal vez, al narrar en forma de autoficción una infancia y juventud llenas de aspiraciones dentro de una familia con padres al punto de la separación.
Los Fabelman (The Fabelman) es un recorrido biográfico complaciente con el que el veterano realizador, uno de los más reconocidos cineastas de la historia, ajusta cuentas con su propia persona. Se interesa más en exhibir las fuerzas opositoras que le impiden desarrollar libremente su oficio tras la cámara, que presentar al público una narrativa a la que pueda acceder con interés.
Al hacer su propia versión de Billy Elliot, en la que él es un chico que está condenado a seguir su pasión con toda la oposición familiar en contra, Spielberg sigue un recorrido lleno de nostalgia por la infancia que parecía feliz en un entorno judío, con su madre Mitzi (Michelle Williams), su papá Burt (Paul Dano) y el mejor amigo de este, Bennie (Seth Rogen), una relación de adultos que, con el paso de los años, se complica.
Arropado por su equipo técnico habitual, con música de John Williams, fotografía de Janusz Kaminski y la edición de Michael Khan, el director se siente muy cómodo al crear un entorno familiar en diversas locaciones de Estados Unidos, donde pasa su infancia y adolescencia, hasta llegar a Los Ángeles, donde habrá de despegar su carrera.
En esta gran producción hay un acertado intento del director por acogerse a sus propias memorias, transformándolas en una historia universal de empeño y destino. Lo que le pasa al joven Sam Fabelman (Gabriel LaBelle) es lo que debería de pasarle a cualquier chico que se esmera en seguir el llamado del arte. Es como se lo dice el tío Boris (Jude Hirsch), que lo anima a andar la ruta tortuosa, pese a las múltiples dificultades que enfrentará, como el inevitable distanciamiento de la familia.
Sin embargo, el pronunciamiento es demasiado personal. Aunque se ve que Steven hace la producción con mucho amor, y arma el proyecto con cuidado y preciosismo, está la sensación de que se ha discutido un asunto que es para él y los suyos. El gran público podrá ver el show solo desde la ventana, no en la mesa en la que se sirve el desayuno de Los Fabelman–Spielberg.
Una parte considerable del tiempo en pantalla muestra al joven aspirante en sus ingenuos momentos en que va desarrollando su habilidad y ejercita el estilo. Las producciones cándidas entre amigos, en los que juega a filmar escenas de guerra, anticipan al genio que, cuando tenga la oportunidad, le mostrará al planeta sus talentos escondidos. Ese chico merece la simpatía de todos, porque es fiel a la vocación, pese a la renuencia de su padre.
La otra parte se refiere a los conflictos al interior de la familia que, a decir verdad, no son tan intensos. El riesgo del personaje es una ausencia evidente. Si bien se muestra la forma en que el hogar se desmorona a causa de un triángulo anticipado, en casa todos son tan educados que los dramas se arreglan civilizadamente, entre diálogos y acuerdos razonados.
Al final queda la historia contada desde los ojos límpidos del angelical aprendiz de cineasta, que se encuentra con uno de sus ídolos, John Ford (David Lynch), que le da unos tips básicos para filmar.
Alejandro González Iñárritu se glorificó en Bardo, al asumirse como el mexicano superdotado que considera el éxito descomunal su mayor fracaso. Steven Spielberg hace lo propio en Los Fabelman, echándose serpentina y confeti, mientras se muestra como un tipo muy decente que lucha contra un entorno hostil para materializar su preciado anhelo de convertirse en director.