Unos científicos experimentaron con cinco simios que pusieron en una jaula, donde había una escalera que en su parte más alta tenía plátanos, y cuando uno de los simios subía para tomar un plátano, los de abajo recibían un baño de agua fría. Esto provocó que cuando uno de los simios quería subir por un plátano, los demás lo bajaban a golpes, hasta que ninguno de los simios subió a pesar de la tentación. Lo importante del experimento es que los científicos sustituyeron uno de los simios por otro nuevo, el cual inmediatamente comenzó a subir por los plátanos, por lo que los otros le dieron la bienvenida a golpes. Sustituyen otro simio viejo por uno nuevo, y cuando quiso subir por la fruta, los demás simios, incluyendo el que previamente habían sustituido, participaron en la golpiza al recién llegado. Llega un punto en el cual, todos los simios viejos son sustituidos por nuevos, los cuales, sin haber recibido un baño de agua fría, se golpeaban cuando alguien quería ir por los plátanos. Así se crea un paradigma, pues si preguntáramos a los simios por qué hacían eso, y pudieran respondernos, probablemente nos dirían: “no lo sé, pero esto siempre se ha hecho así aquí”.
Un paradigma es la creación de una idea o historia de comportamiento para generar un tipo de cultura específica que se requiere para un interés particular. Los paradigmas son empleados por emisores públicos de discurso para generar una sensación de seguridad y tranquilidad, a pesar de que eso no sea así, con tal de no implementar estrategias reales, humanas y de fondo para resolver las problemáticas sociales.
A una persona que había olvidado de dónde venía y hacia dónde iba, le dijeron que que a pesar de lo que está ocurriendo, de lo malo, lo dañino, el hambre, la injusticia, la violencia, las pérdidas, el sacrificio de unos, era necesario continuar con el paradigma, con la lucha para mantener el orden adecuado, la armonía en sociedad, aunque la persona se diera cuenta que en realidad no existía esa armonía.
A esta persona cualquiera le contaban que había enemigos del orden social, que sólo quieren dañar y alterar su tranquilidad. A ese enemigo todos le temen, pero no tiene identidad, y a pesar de eso, era necesario mantener torres de vigilancia y aduanas de ingreso indispensables para controlar al enemigo. El enemigo no era humano, era una bestia, un animal, un delincuente que incumple normas sociales, y, como no era humano, no podía tener derechos. Gracias a ese discurso el miedo crecía, alimentado con la real violencia que aparecía frente a los ojos de esta persona. La persona se había olvidado que el hombre siempre le teme a lo que no conoce, lo cual es un mecanismo primordial para crear un paradigma.
El emisor del discurso decía que hay quienes nacen para guiar a los que sólo nacen para ser guiados; que hay lugares a los que no se puede entrar y situaciones que no se deben cuestionar, por lo que no conviene saber, sino seguir existiendo, dando la confianza necesaria al que dirige y emite el discurso, pues la mayor ignorancia siempre triunfa sobre el menor o nulo conocimiento.
El paradigma atendía a la militarización, a llenar de policías y militares las ciudades sin control de sus actuaciones; a la intromisión de domicilios sin orden judicial, a las detenciones por mera sospecha, a la suspensión de derechos y garantías, a la vigilancia total y constante de la sociedad, pues esto era necesario para volver a la tranquilidad querida, lo cual sólo se lograría con las personas encerradas en sus casas o en lugares de reclusión.
En vez de atender las necesidades básicas de la población, de generar condiciones de vida digna, trato humanitario, evitar la desigualdad y la discriminación, terminar con la acumulación del capital y del poder de unos cuantos, eliminar el hambre, otorgar servicios de salud, educar en valores, igualar y dar mejores salarios a iguales necesidades, crear empleos, y ayudar al libre desarrollo de la personalidad, se atendía a incrementar los instrumentos de represión, restringir derechos y modificar leyes para hacer creer que con reformas legales desaparecerían los males. .
Y así, el discurso sobre la “seguridad” seguía siendo el mismo, año por año, y cada vez más reforzado por aparatos represivos y no por acciones que consolidaran los valores y la ciudadanía; se trataba de un discurso inacabado y repetido. Pero no hay porqué preocuparse, pues ese discurso es una historia, un cuento que se narra en la película La Aldea (The Village, 2004), del escritor y director M. Night Shyamalan. La esclavitud es gratuita, la libertad cuesta mucho.