Volamos menos que las moscas
Petronio
Hace unos días hice un viaje por carretera. Alrededor de las 5 de la madrugada nos dimos cuenta que uno de los puentes a tomar en nuestra ruta había sido bloqueado. El piloto se detuvo un momento para buscar otra alternativa mientras el copiloto, y yo en el asiento trasero, tratábamos de conectar nuestro GPS en medio de la soledad y oscuridad de la madrugada. Distraídos todos en los celulares, alcé un poco la vista para preguntar algo y alcancé a mirar delante de nosotros a cuatro o cinco personas armadas que nos observaban a la expectativa de nuestros movimientos, camufladas entre la noche y la maleza. No pude gritar. Con una descarga eléctrica en el cuerpo empecé a decir “bajito” (una manera extraña en la que se contiene la histeria para no alarmar a los otros, como para protegerlos de tu miedo y de sus miedos), que nos fuéramos de ahí, que nos moviéramos del lugar. Mis compañeros todavía tardaron unos segundos en entender lo que les decía sin palabras, jaloneando sus ropas, señalando a los encapuchados, muerta de miedo, a la espera de lo peor.
Eso es lo que se me vino en ese momento a la cabeza, lo peor. Es tan cierta esa idea de que frente al miedo a la muerte una ve pasar la vida entera, que ahí estaba en flash back pensando en mis amores mientras una línea de luz cruzaba hacia el futuro, mirando los cuerpos inertes de todos los que estábamos en el auto, en medio de la carretera vacía.
Ahora que lo escribo suena tan dramático que hasta siento vergüenza, algo me dice que le resto sentido a todas aquellas personas que han muerto en circunstancias de violencia criminal, pero no tengo otras palabras para describir el miedo y el aturdimiento que se apoderaron de mí.
No hay día en este México transformado que una sola noticia no esté relacionada con la violencia. Las organizaciones criminales están mejor estructuradas que las instituciones de seguridad (si las hay) y el pánico se apodera de las personas, de mí, al escuchar sobre comandos armados, desapariciones, asesinatos, casas en medio de fuegos cruzados, infantes muertos por balas “perdidas” en sus escuelas, parques, en los autos mientras viajan con sus padres a bordo. El miedo a salir a las calles.
Y en medio de esto, no dejo de pensar que mientras defendemos a partidos políticos, a funcionarios, a los que toman las decisiones importantes en el país, nosotros, los que vivimos la ciudad y sus calles, las rancherías, los pueblos, los que vamos al mercado y salimos de fiesta, somos carne de cañón, que todo esto pasa ante nuestros ojos como un espectáculo, alejados de una realidad que muchos solo hemos visto en películas, noticieros, fotografías. Una realidad que no nos ha tocado directamente pero que tan poco imaginamos.
El día del Desfile de las Calaveras fui a tomar unas fotos a los carros alegóricos. Me ubiqué en un lugar donde no estorbara tanto y quedé a un lado de un policía. Cuando comenzó el desfile me di cuenta que me observaba detenidamente, un poco vigilándome, otro tanto interesado en lo que capturaba con mi celular. También me di cuenta que brincaba de un pie a otro. ¿Qué le pasa, oficial? Le dije coquetamente y eso bastó para que se pusiera a platicar conmigo a pesar de que le podía costar un arresto. Me contó que a él y a sus compañeros les entregaron calzado nuevo y ya no aguantaba los pies, eran las 8 de la noche y aún le faltaban más de 6 horas de servicio. Pues quíteselos, me reí. Afable, con unas inmensas ganas de hablar, me contó que vendió su auto para pagar la academia de policía, acababa de graduarse y estaba muy contento -pero muy cansado-, nunca imaginó la chinga, dijo. Oiga, y usted qué opina de que ya hay cada vez más militares en la calle, le pregunté y me sorprendió su respuesta: pues muy mal, nosotros somos los que debemos de cuidar a la gente, los militares no saben, no quieren aprender, pero por fortuna, dijo, la policía tiene el control de la seguridad, sonreía confiado bajo su cubrebocas. Realmente creyó cada una de sus palabras. Puedo jurarlo. Era claro que estaba flirteando conmigo. Me preguntó si era soltera y me dijo que él sí, recientemente, pero sin ánimos de volverse a casar nunca más. No creas, me da miedo. Un día no sabes quién se te pone enfrente y acaba con tu vida, e hizo la figura de una pistola con las manos y un disparo salió de sus dedos. Cuando comenzaron los fuegos artificiales, ambos miramos el cielo para ver los colores. Un espectáculo hermoso que nos alejó del miedo y de la realidad. Me despedí, alejándome entre la gente, mientras él se quedó anclado en sus zapatos nuevos y dolorosos de policía.
@negramagallanes