Para Amador
¿Cómo hemos de vivir? Para los antiguos griegos ésta no era una pregunta baladí. Por el contrario, pensaban que era la pregunta más importante que podíamos hacernos. Nos va la vida o bien en darle la espalda o bien en la respuesta que le demos. Por lo general, hemos pensado que debemos vivir poniendo nuestra atención en distintos ideales regulativos: estilos o modos de vida perfectos a los que nuestra vida singular ha de emular. De lo que se trata pues es de echar a andar la imaginación y el razonamiento para concebir una manera de vivir que escogeríamos de entre todas las opciones que se nos presentaran, y luego acercar nuestro andar a ese camino que nos lleve a la felicidad, a la realización personal, al florecimiento humano, o a cualquier otra manera de nombrar a la vida digna de ser vivida.
Dentro de estas concepciones de la buena vida que se encuentran en el mercado de las ideas desde antaño las hay más o menos realistas. En un extremo se encuentra el crudo realismo aristotélico: ya imaginados unos estilos de vida ideales, habrá algunos para quienes la felicidad no esté en su horizonte posible de vida. Aristóteles, el filósofo griego, pensaba que las personas sin salud, sin amigos, sin dinero suficiente para no preocuparse por él, desagradables físicamente, no podían ser felices. Para algunos la vida es tan dura que no hay nada bueno qué hacer con ella, parece indicarnos. En el otro extremo, pace Aristóteles, el cristianismo concibió una posibilidad en la que la felicidad estaba democratizada: cualquier persona puede ser feliz en otra vida distinta a ésta, en otro mundo distinto a éste, sólo a partir de la calidad moral de los actos que realice en su vida terrena. Así, los excluidos por Aristóteles, a quienes su vida azota como una brava tormenta, tienen una esperanza de ser felices en otra vida en apariencia mucho más justa que la presente.
No obstante, tanto el realismo aristotélico como el idealismo cristiano (y de otros tipos) sufren de la misma enfermedad: primero construyen un ideal de vida y luego nos dicen o bien que, dada la suerte que nos ha tocado, podemos alcanzarla aquí y ahora, o bien sólo podremos alcanzarla en un más allá por el que bien vale que recitemos “muero porque no muero” (los enloquecidos versos de Teresa). Así, esta enfermedad consiste en pensar que la buena vida depende de cosas que muchos no tienen, y que se concibe a partir de la más alegre de las imaginaciones o el más sesudo de los razonamientos. Así, puede comenzarse a especular sobre lo mejor que puede tener la vida: el placer del viaje y la lectura, la conversación inteligente y el pensamiento profundo y ordenado, la vivacidad de la vida práctica y sus menesteres políticos, o cualquier otra preferencia burguesa propia de la cultura de los muy pocos muy afortunados. Para los que estos estilos de vida están clausurados por la suerte de su nacimiento o de las inclemencias a las que ha sido sometida su existencia, sólo les resta la infelicidad en esta vida y, en el mejor de los casos, la esperanza de una felicidad más allá de esta tierra y de su carne. Quizá el problema principal con estas maneras de dar respuesta a la pregunta de cómo hemos de vivir no sea tanto intelectual como moral. No sólo son respuestas incorrectas, sino quizá inmorales. Y lo son porque o bien silencian la protesta por el mal que asola muchas vidas (“Todo irá bien, no te preocupes” nos dicen nuestros poco inteligentes y compasivos conocidos), o bien cuestionan nuestra humana falta de amplitud de miras (“Todo pasa por algo, aunque ahora no lo veas”, regurgita el pío insensible ante el sufrimiento ajeno).
Otra posibilidad, muy poco explorada en la historia del pensamiento, consiste en pensar que la buena vida depende de hacer limonada con los limones que tenemos. No se trata de imaginar ideales inalcanzables, sino poner la mirada en el mal clima. Tampoco se trata de pensar en la felicidad, la cual es subjetiva e inestable (al menos en su conceptualización moderna), sino en la buena vida, pues ésta va más allá de las propias impresiones y es mucho más estable. De esta manera, de lo que se trata, si deseamos responder a la pregunta de cómo hemos de vivir, es embarrarse de lodo: hacer frente a la enfermedad, la soledad, la pérdida y el duelo, el fracaso, la injusticia, la absurdidad y quizá, sólo al final, la esperanza. Éste es el enfoque que nos propone Kieran Setiya en su imprescindible ensayo La vida es dura (Barcelona: Paidós 2022). En sus palabras: “la aspiración a vivir bien ha abrazado con frecuencia un objetivo quijotesco: la vida mejor o ideal… Con raras excepciones, incluso aquellos que rebajan un poco sus expectativas, tienden a teorizar acerca de la vida buena, no la mala. Centran su atención en el placer, no en el dolor; en el amor, no en la pérdida; en el logro, no en el fracaso”. Por el contrario, piensa Setiya, “este enfoque es erróneo. No debemos alejarnos de la dureza; y lo mejor se halla con frecuencia fuera de nuestro alcance. Luchar por ello sólo nos causa consternación”. “Henos, pues, aquí” ―continúa― “herederos de una tradición que nos insta a centrarnos en lo mejor de la vida, siendo, no obstante, dolorosamente conscientes de los rostros de la dureza de ésta. Abrir los ojos supone enfrentarnos cara a cara con el sufrimiento… No deberíamos parpadear; antes bien, deberíamos mirar con más detenimiento. Lo que necesitamos en nuestra tribulación es reconocimiento”. Así, concluye, “la reflexión sobre las deficiencias de la condición humana puede mitigar sus daños, ayudándonos a vivir vidas más significativas”.
Un querido amigo últimamente repite un par de dichos alteños que pude apreciar hasta que leí el libro de Setiya: “Con esta yunta de bueyes hay que arar” y “Hasta que no nos muéramos de a tiro”. Lo que no veía es que mi amigo había llegado, por su cultura del esfuerzo y del trabajo, a un destilado de la sabiduría moral que, a mis oídos, acostumbrados a distinciones y argumentos, le costó demasiado prestarle la debida atención. ¿Cómo hemos de vivir? Haciendo lo mejor que se pueda con lo poco que tenemos mientras estemos vivos. Ni más ni menos.