La cuarta vez que me pidieron matrimonio fue en el cruce de Avenida Universidad y Primer Anillo. ¿Qué tiene de especial esta esquina?, me dijo. Por quién sabe cuál motivo yo iba discutiendo algo, como siempre con él, cuando con mucha serenidad, me preguntó mientras frenaba suave con el semáforo en rojo. Seguro pensó que lo mejor que podíamos hacer para terminar con todos nuestros problemas era casarnos, así que cuando yo respondí con enfado ‘yo qué sé, nada’, él esbozó una pícara sonrisa y me dijo ‘¿nada?, pues hagámosla especial’ al mismo tiempo que sacó el estuche aterciopelado y yo abrí la boca tanto sin poder emitir ningún sonido. Todavía no sé si me tomó por sorpresa de la buena o de la mala. Un ‘no’ a tiempo habría sido mucho más eficaz para evitar todo lo que vino después por no haberlo dicho.
Una no dice todo lo que piensa por no lastimar al otro, por miedo a las represalias, por no convenir a los intereses, por no querer saber nada del asunto, callar es también una forma de decir. Las omisiones y los silencios cuentan. A lo largo de mi vida, como en la de todos, seguramente, me he autoimpuesto candados para guardar mesura, con tal de no lastimar o salir lastimada. No siempre lo logro, por supuesto, más de una vez he dicho lo que pienso a rajatabla, sin importarme nada ni nadie. Luego me da por arrepentirme.
Entonces, la frustración me invade cuando estoy obligada a guardarme las palabras. Mi opinioncita en este mar de opinólogos. Mis palabritas. En estos casos, recuerdo una escena de Malcom in the Middle (perdón mi referencia, Proust, algún día te citaré aún sin haberte leído), esta sitcom en la que el protagonista, Malcom, escupe sangre a causa de una úlcera péptica que le reventó del coraje por no decir todo lo que pensaba. Me río yo sola y entiendo que no debo decir lo que no debo. Y aquí es cuando la puerca tuerce el rabo. Es entonces cuando recurro a desvirtuar/torcer/reinterpretar/matizar los hechos o mi interpretación de estos. Estoy segura que si ustedes y yo hiciéramos una lista de las veces que tuvimos que autocensurarnos llenábamos dos veces el Golfo de México con tanto papel.
Porque suena muy bonito eso de ser honestos. Muchos lo intentaremos a lo largo de la vida, ser honestos con nosotros mismos, ser honestos y tratar de decir la verdad, pero siempre habrá alguien que nos pregunte algo que no queremos contestar o, mejor dicho, no podemos contestar, ya sea porque interfiere con nuestros planes, con el trabajo, es un secreto, no estamos facultados para decir lo que sucede o simple y llanamente, porque no queremos.
¿Esto significa que somos mentirosos? No necesariamente. Lo pienso más como una condición de supervivencia. Aunque me falta cinismo. Nuestras condiciones sociales e históricas prácticamente nos empujan a la autorregulación de nuestras palabras y dichos. Todo lo que decimos a diario, en todas partes, con todas las personas, y por supuesto, lo que callamos, está condicionado por el contexto. No es igual decir en el suburbio a decir en la cena de gala. No hablas igual con tus amigos como lo haces delante de tu jefe. Alguien que se crea “brutalmente honesto” seguro está mintiendo con brutalidad, mejor dicho. Ya hablaremos en otro momento de la mentira para lastimar, los mitómanos que ni ellos se creen todo lo que dicen, pero que lo sostendrán hasta la muerte. Esta idea que tengo ahora va más por aquello de morderse la lengua para no decir, porque cuando una dice lo que piensa, no sale bien.
Recuerdo la vez que en un juego de borrachos me tocó contestar si alguna vez había fingido un orgasmo. Yo contesté la verdad: sí. Ah, pues eso me valió la crítica de todos los presentes, a tal grado que el juego terminó para discutir seriamente la maldad, la cobardía, la falta de madurez o la aberración en mí por no decirle al otro la verdad. Todavía no puedo creer que nadie más en este planeta lo hiciera ni como un acto de amor, para no lastimar al otro, para devolverle la seguridad, para hacerlo sentir bien, para que ya termine, hasta para irse a dormir, no sé. Seguro soy la mayor mentirosa en la historia de la humanidad. Pero esto es en la cotidianidad, en contextos particulares.
Lo pienso en este nuevo oficio que tenemos todos de opinólogos. Todo lo que decimos está sesgado por el contexto que atravesamos antes que por una declaración de principios. Lo llevo más lejos: el derecho a expresar nuestra opinión, esa por la que han muerto miles al no haber atendido a la censura externa. Por ejemplo, en esta era de la cancelación, ya no se trata de un gobierno que te amenace con revelar verdades, sino de un grupo de personas que domina nuestras palabras tanto como para colocarnos nosotros mismos una mordaza interior, por el temor a ser juzgados y cancelados, porque bien podemos estar pensando una y mil cosas que solo decimos en los círculos íntimos, privados, pero no en público, ahí es cuando surge de inmediato la autorregulación, la mordaza, la autocensura.
Así he estado yo, autocensurándome. Ya no estoy pensando en temas gubernamentales, o sí, sino en todo de lo que tengo ganas de opinar y que a nadie le importa, más que a mí, no poderlas decir. No puedes hablar de tal cosa, señalar al corrupto, analizar un libro, tal escritor, tal funcionario, tal lo que sea desde una crítica como las que tanto le hace falta a Aguascalientes. ¿Asociaciones de personas blancas que quieren transformar el mundo? ¿Señores insignificantes ocupando espacios de poder? ¿Por qué tendría que mesurar mis palabras? ¿Qué pasaría si todos dijéramos a pie juntillas lo que de verdad pensamos? Sí, como aquella película de Jim Carrey (Benveniste, sorry, luego).
Porque una cosa es decirle al otro te amo, aunque no sea cierto, y otra muy diferente es guardarse las ganas de evidenciar una verdad, poner en tela de juicio lo que otros dicen, confrontar las ideas con los poderosos, con los pusilánimes, con los viles. Un decir lo que pienso y que signifique que puedo alzar mi voz. Mi voz.
Arrancó suave con el semáforo en verde, mientras yo sostenía entre mis dedos un anillo hermoso de piedra negra y engarces de calavera. Una verdadera joya. Lo abracé así con la marcha y mi emoción fue tan grande y espontánea que dije ‘sí, sí quiero’ y al mismo tiempo de terminar mi oración supe que todo eso sería un cagadero. Pero no lo dije ni después de haberlo pensado. Maticé durante meses, me mordí la lengua decenas de ocasiones, estuve a punto de crear una úlcera péptica porque yo sabía que todo estaba mal ahí, pero no quería lastimarlo. Hasta que él me lastimó a mí. Un ‘no’ a tiempo me habría ahorrado todo lo que vino después por no haberlo dicho.
@negramagallanes