Tradicionalmente, el parentesco se define como un vínculo jurídico entre personas que descienden de un mismo progenitor. La codificación civil del país, de manera uniforme y categórica prescribe que la ley no reconoce más parentescos que los de consanguinidad, de afinidad y civil. Esto es, el que existe entre personas que descienden de un mismo progenitor; el que se contrae por el matrimonio, entre un cónyuge y los parientes consanguíneos del otro; y el que nace de la adopción.
No obstante, la realidad tozuda “tiene otros datos” e indiferente a nuestros majestuosos códigos civiles, de manera cotidiana nos revela de forma palmaria la existencia un diverso manantial, particularmente de la maternidad y paternidad: el trato afectivo y permanente entre personas que no son parientes conforme aquella definición legal.
Efectivamente, en la actualidad no resultan excepcionales los casos en los cuales una persona es criada como hija o hijo por otra de la cual no desciende biológicamente. Con mayor frecuencia, somos testigos de cómo alguien considera a otra persona como su “verdadera madre” o profesa amor filial por quién “en los hechos fue su padre”, en despecho de sus progenitores biológicos; “padre no es el que engendra sino el que cría y ama a su hijos”, reza el adagio popular. En estos supuestos, ¿Se trata de una falsa maternidad o paternidad? Parece que los vertiginosos cambios sociales han dado lugar a una nueva forma de filiación. Aquella que nace del trato diario, del cuidado perenne, de la liberalidad afectuosa. Así, esta filiación socioafectiva constituiría una nueva forma de filiación, maternidad y paternidad.
En contra de lo anterior, se puede argüir que acorde a nuestra legislación civil, este amor materno-paterno- filial, no existe ni es digno de protección, aun cuando se trate de un amor verdadero.