Luciano Campos
El documentalista Silverio Gama siente que su mayor fracaso es su éxito. En permanente estado reflexivo, se deja ser reconocido por sus compañeros periodistas de México. Algunos le reclaman, entre bromas, que necesitara emigrar a Estados Unidos, donde reside, para encontrar la fama. Otros, en serio, lo acusan de pretencioso y de entregar una imagen deformada del país.
En Bardo o Falsa crónica de unas cuántas verdades (Bardo, false chronicle of a handful of truhts, 2022), el director Alejandro González Iñárritu se replica, convirtiendo en su avatar a Gama (Daniel Giménez Cacho), en un ejercicio de autoficción, similar al que hizo Pedro Almodóvar con Antonio Banderas en Dolor y Gloria.
Consagrado a todos los niveles y latitudes, el realizador mexicano puede expresarse como quiera. Comprobada ya su inagotable capacidad para contar buenas historias, con presupuestos monumentales, aquí decide explorar sus propias memorias en una comedia, con chispazos de crítica social, que prácticamente no tiene trama, y que se va desarrollando como si Gama fuera bajando por los círculos de un mexicanísimo infierno.
La cinta de Netflix, hecha con evidentes propósitos de exportación, presenta a un país achilangado, como si La Capirucha representara todo el territorio nacional. Alejandro no había filmado de este lado desde Amores Perros. Pronto se entiende que la cinta de más de dos horas y media no es de actuaciones, sino de situaciones. Aunque Giménez Cacho se muestra, como siempre, en excelente forma y confirma que es actualmente uno de los actores más completos de la escena doméstica, la narración se enfoca en anecdóticos sketches que confrontan a Silverio con sus propias inquietudes. Los diálogos son como una sucesión de apotegmas, con las que el realizador quiere transmitir sus netas sobre lo que ve del territorio mexicano, lo mismo cuando está adentro que afuera.
Los desdoblamientos de la realidad son, en ocasiones, pasajes oníricos, surrealistas o de realismo mágico, con magníficas tomas abiertas de gran angular, en formato de 65 mm. En lo que son las propias preocupaciones de G. Iñárritu, como artista e intelectual, cuestiona la historia, la política, el rostro de la nación. En el Castillo de Chapultepec, y en presencia de un importante enviado de Estados Unidos, describe la batalla de los Niños Héroes, pero la recrea como un videoclip bufo, en el que reprocha la farsa que se enseña en los libros de texto, con todo y el vuelo de Juan Escutia, que queda como una parodia de heroísmo.
O, en su faceta de documentalista, se involucra con un ejército de migrantes, que avanzan hacia el norte. Desarrapados, autómatas, como zombies, cruzan una carretera y detienen el tráfico. Hablan lenguas indígenas, mientras huyen de un país que los detesta. Las metáforas son tan obvias que se convierten en clichés.
En calles de la Ciudad de México vaga Gama, envuelto en confusión de nacionalidad e identidad. Ese hombre desamparado es el mismo ganador del Oscar, que se confiesa culpable de haber emigrado a la Unión Americana para triunfar. Enfrentándose a los reproches de siempre y anticipándose a los que vendrán, pide perdón ante su familia, por haber dejado al país, aunque no puede negar que allá se vive mejor que aquí, y que sus hijos van a tener más oportunidades en el extranjero que quedándose en un país que quiere que amen, sin sentirlo.
Peligrosamente cercano a la petulancia, el documentalista y periodista tiene que soportar a sus pares que lo atacan, tal vez por envidia, aunque él quiere aproximarse amistoso. Un conductor de televisión, relamido, populachero y resentido, le reprocha que el éxito lo haya distanciado, haciéndolo inalcanzable.
En el Zócalo hay una enorme pila de cadáveres morenos desnudos. En la cima se encuentra Hernán Cortés. Mientras Gama, como periodista, le reprocha que sea el causante de masacres, el Conquistador se defiende, con los argumentos de siempre, sobre la necesidad de refundar la nación, para traer progreso. Cuando se rompe el diálogo y se entiende que la imagen es una farsa, la toma se va al mástil de la bandera mientras un coro de espectadores invisibles, alienta: “¡Sube, Pelayo, sube…!”
Como si ajustara cuentas con el sentimiento de culpa que le provoca el encumbramiento, como cineasta famoso, millonario y respetado, Iñárritu-Gama dice que se siente vacío pese a los halagos, que no es tan bueno como el público supone y que no siente nada por los galardones. En su interior cree que está sobrevalorado y que ha traicionado a la patria, luego de hacer comerciales aquí, para luego descargar su talento creativo del otro lado de la frontera. Pero no deja de sentir orgullo del terruño. “México es un estado mental”, dice Gama, para expresar que la exótica nación tiene encanto único.
Al final queda el largo testimonio de uno de los genios del cine del nuevo milenio, que se da la oportunidad de acercarse a su público para decir quién es, mientras muestra a México como se lo imaginan en el extranjero.
La cinta se estrena en cines, y en diciembre pasará a la plataforma casera de Netflix.