Debo confesar un gusto culposo: cuando lavo mi auto (acostumbro hacerlo los domingos) pongo un éxito de regional mexicano (así se le dice ahora) y dejo que las canciones lleguen con el algoritmo que decidan Spotify o Youtube. Por supuesto que, entre otras, se escuchan muchísimas de narcos en todas sus variantes: narcocorridos, música alterada, corridos tumbados, bélicos y todos los subgéneros que se ha inventado el imaginario mexicano. Algunas de esas canciones son contagiosas, como la de En el radio un cochinero, Soy el ratón, o JGL; por cierto, en las pasadas vacaciones estuve en Mazatlán y es increíble pero en la playa, cualquiera a la que vayas, estas dos últimas suenan a toda hora. Muchas incluso se vuelven tan populares que son el estribillo de los tik-tok más exitosos. ¿Por qué alguien común y corriente escucha y disfruta esta clase de corridos? Me quedo con lo que dice Federico Campbell en el ensayo El narcotraficante publicado en la obra colectiva Mitos mexicanos coordinada por Enrique Florescano: “por su ambivalencia: por su desprendimiento y su crueldad, por su audacia y cautela; como mito viene a llenar la necesidad que la gente tiene de dar sentido a su existencia”.
¿Qué hacer con toda esta apología del delito? ¿Deberíamos meterlos a las cárceles o es parte de la libertad de expresión? ¿Tienen alguna legitimidad para decir que solo cuentan historias? ¿En verdad estos apologéticos del horror pueden dormir tranquilos en sus casas? El leit motiv de estos corridos es la idea de impunidad, de poder basado en asesinar a otros, de sobrevivir a la policía y los cárteles rivales. Viene a la mente Alemania y su Código Penal, en varios de sus articulados prohíbe la libertad de expresión si esta se relaciona con los nazis, desde el uso de símbolos, expresiones, hasta la defensa o la negación del holocausto, incluso hace no tanto que se procesó a algún historiador precisamente por negarlo, a pesar de que lo hace desde una posición científica. Esto ha llevado a Europa a un debate en torno a la libertad de expresión bastante serio, pues surge la pregunta de hasta dónde el estado puede entrometerse en la cultura para prohibir o negar que un ciudadano común pueda tener y manifestarse ya sea por escrito, musicalmente o por cualquier medio. En el caso alemán la respuesta es muy clara, y es que causó tanto daño a su sociedad que no se permite bajo ningún aspecto ninguna cuestión cultural apologética relacionada con ese pasado.
¿Apología del delito o libertad de expresión? Viéndolo en su justa dimensión, la guerra contra el narco es un holocausto mexicano, nos ha dejado, dependiendo de la fuente, entre 60,000 y 150,000 muertos, más una cifra aún no determinada de desaparecidos, desplazados, huérfanos y sobretodo una transformación en detrimento de la calidad de vida, en los hábitos de millones de mexicanos que tienen miedo. Soy de aquellos que creen que la norma penal debe de ser la última opción del estado para resolver los conflictos. Cuando, como en aquellas playas mazatlecas, vemos que la narco cultura está íntimamente relacionada con la criminalidad y peor aún se ciñe sobre las mentes de millones de mexicanos que conviven a diario con esa forma de vida, esa libertad de expresión absoluta en la que tanto creemos las democracias occidentales, se ve cuestionada.
A nivel local en Aguascalientes no existe el delito de apología; a nivel federal está tipificado, pero a nadie le interesa meter a la cárcel a compositores e intérpretes. El sufrimiento que ha arrojado el narcotráfico hace pensar que una reconciliación nacional no será tarea fácil y que probablemente tendrá que pasar con la decisión de qué debemos hacer con la narco-cultura: sancionar (penal y/o administrativamente) o dejar al amparo de la libertad de expresión, que sigan las historias que hacen énfasis y defensa de la violencia, en todas sus expresiones, que sufre nuestro país.