Evaluar argumentos/ El peso de las razones  - LJA Aguascalientes
23/04/2025

Argumentar es dar apoyo a un enunciado a partir de otro u otros enunciados. Por ejemplo: “El cielo está nublado” es un enunciado que apoya a éste: “Es probable que llueva más tarde”; “El presidente no ha leído más de tres libros en su vida” es un enunciado que apoya a éste: “El presidente es ignorante”. Apoyar enunciados mediante otros enunciados es la característica más básica de todo argumentar. Se puede hacer esto bien o mal. En el primer ejemplo, diríamos que el primer enunciado apoya adecuadamente al segundo; pues cuando el cielo se nubla suele llover. En el segundo ejemplo, por el contrario, el primer enunciado no apoya adecuadamente al segundo; el presidente puede tener cierta cultura independientemente de si ha leído o no muchos libros. Una mejor conclusión podría ser: “El presidente es iletrado”.

En este sentido, los argumentos son conjuntos de enunciados. Unos (los que apoyan), se denominan premisas; otro (el que es apoyado) se denomina conclusión. Los enunciados que componen a los argumentos son (o suelen ser) enunciados declarativos; es decir, enunciados que afirman o niegan algo. Los argumentos pueden contener varias premisas, pero con una basta para tener un argumento. También, solemos encontrarlos desordenados, tanto en el lenguaje hablado como en el escrito: en ocasiones, la conclusión se encuentra en medio del argumento, otras veces al inicio, algunas veces al final.

En muchas ocasiones, algunas premisas del argumento se encuentran implícitas, esto quiere decir que de hecho no se enuncian, pero se pueden explicitar mediante el análisis. Aunque podemos parafrasear los argumentos, el resultado no refleja por qué el argumento original nos parecía o no apropiado a primera vista. Piensa en un argumento como el que sigue: “Tengo hambre. Deberíamos ir a comer al restaurante más cercano y económico de la zona”. Algo raro sucede con él. Piensa un segundo: ¿acaso “Tengo hambre” es un enunciado que por sí solo apoye adecuadamente a la conclusión “Deberíamos ir a comer al restaurante más cercano y económico de la zona”? En un contexto más o menos normal, donde se conocen los supuestos por los que alguien razonaría de esta manera, no hay dificultad en extraer las premisas implícitas: por ejemplo, que quien así razona tiene poco tiempo para comer y desea no gastar mucho dinero. Así, el argumento podría parafrasearse: “Deberíamos ir a comer al restaurante más cercano y económico de la zona, ya que tengo hambre, dispongo de poco tiempo y no quiero gastar mucho”. Cuando nos encontramos con un argumento, deberíamos preguntarnos si no contiene premisas implícitas. Si queremos analizarlo, resulta útil parafrasearlo.

Notemos también que cuando la gente habla o escribe suele usar un lenguaje muy colorido. Por ejemplo, apela a la emoción mediante el uso de adjetivos y adverbios. No obstante, cuando analizamos argumentos, lo mejor es dejarlos de lado, si en nada apoyan a la conclusión como tal. La excesiva ornamentación otras veces puede ser peligrosa, pues puede dar la apariencia de argumento a un conjunto de enunciados cuando no lo es. Por ejemplo: “Vemos día con día la triste desaparición, gradual y contundente, de los espacios de convivencia sana y familiar de nuestra antigua y venerable ciudad; estamos obligados a restablecerlos de manera inmediata”. Suena a discurso del candidato en turno a la alcaldía. Alguien podría pensar que éste es un argumento cuya conclusión es que “Estamos obligados a restablecer dichos espacios de manera inmediata”. No obstante, si lo piensas detenidamente, no es un argumento: no hay una sola razón que apoye al que estemos obligados a hacer tal cosa. ¿Por qué estamos obligados a restablecerlos? Dicho conjunto de enunciados no dice nada al respecto. Deja el peso del aparente razonamiento a un conjunto de palabras con más o menos carga emocional; de uso muy manido ―por decir poco― por individuos de nuestra clase política.

Una vez que tenemos claro cuál es el argumento (cuáles son sus premisas, cuál es su conclusión), podemos evaluarlo: podemos comenzar a averiguar si las premisas apoyan adecuadamente a la conclusión. He usado el adverbio adecuadamente para calificar el tipo apoyo que buscamos para una conclusión. Sin embargo, es justo preguntarnos en este momento: ¿cómo saber cuándo un conjunto de enunciados apoya adecuadamente a otro enunciado? Para responder a esta pregunta se han escrito incontables libros. Quizá la pregunta central que pone en apuros a quienes estudian argumentación es: ¿qué hace que un argumento sea un buen argumento?

La primera manera en la que podemos evaluar un argumento es averiguando si sus premisas son verdaderas. ¿Un argumento podría ser bueno si las razones que da en apoyo de su conclusión son falsas? Evidentemente no. Averiguar si las premisas son verdaderas con frecuencia es un asunto complicado: seguramente tendremos que investigar un poco sobre el tema del que tratan. Esto tiene que ver con su contenido. Otra forma de evaluar un argumento tiene que ver con la relación entre las premisas y la conclusión. Existen relaciones más fuertes que otras, y esto podemos determinarlo a partir de su relación con la verdad. Así, hay argumentos deductivos, que pretenden ser demostrativos: i.e., si son válidos, no es posible que sus premisas sean verdaderas y su conclusión sea falsa. Los lógicos llaman a esta cualidad preservación de verdad» Pero no todos los argumentos, ni siquiera la mayoría, son deductivos. Existen argumentos que contienen premisas verdaderas y aun así su conclusión podría ser falsa: se llaman inductivos (o de manera más general no deductivos). Determinar si un argumento deductivo es válido, o si un argumento inductivo es fuerte, es una cuestión lógica: i.e., tiene que ver con la forma del razonamiento y no con su contenido.

mgenso@gmail.com

 



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