Un compendio de entidades desagradables/ La escuela de los opiliones  - LJA Aguascalientes
21/11/2024

Creo que era Göring

Una de las escenas que creo recordar vívidamente, es cuando aparece un Göring desnudo en La lista de Schindler; parecía un cerdo, igual que los cerditos que todavía gruñen hambrientos en la isla de Circe, o como los padres de Chihiro, cuando profanan un lugar sagrado porque no pueden contener el hambre. Cuando me miro en el espejo, después de bañarme, desnudo y un poco más gordo, más señor, después de atravesar los líos y las enfermedades, a veces pienso que soy un cerdo: “me estoy alimentando demasiado, debería cuidarme”. Y luego gruño, y trato de olvidarme de Göring, trato de olvidarme de los gordos que ignoran el hambre de los otros, de las masas de carne que serán castigadas en algún infierno por lindos cenobitas de pieles muy blancas, pero ropas de pieles muy negras. La oscuridad del exceso.

 

Arakune o Gyutaro

Pocas veces he escuchado voces tan vacías que me hacen mirar arriba para dispararle a una nube. Y miro arriba, porque creo que solamente dios sería capaz de destruir un cuerpo, y un alma, de tal manera que sea imposible no atender a su presencia. Lo desagradable como un testamento de la creación. Podemos cerrar los ojos, también podemos entrecerrarlos y pretender aquello que está frente a nosotros no existe, pero la voz es un acto divino, y solo una divinidad infinitamente cruel podría retorcerla y dejarla distorsionada para que nadie pueda taparse las orejas. Si dios le respondió a Job es porque ya estaba harto de las modulaciones de las que era capaz su propia creación. Heath Ledger en The Joker siempre consigue que uno lo mire cuando habla, pero todavía se puede reír. Recuerdo específicamente a dos personajes, uno de un anime, Kimetsu no Yaiba, que se llama Gyotaro, un vampiro espantoso y continuamente tolerando el dolor, destruido por una enfermedad. Y luego recuerdo a Arakune, personaje de un videojuego, que pudo mirar lo que estaba en el Más Allá y, necio, no ha querido morirse, y su existencia persiste porque trasladó su alma a una comunidad de insectos. ¿Me pregunto si algún día podré escuchar a Ygrámul, el múltiple?

 

Mira cómo sonríen cuando matan a la osa

Recibí un mail de change.org donde me invitaban a firmar, como señor indignado, una queja contra los hombres de la sierra que torturaron y mataron a una osa. En Twitter, vi la miniatura del video pasar de reojo y con eso me bastó. Sí parecían unos cazadores muy felices, de sonrisas muy blancas y amplias, ebrios de triunfo y de caguamas. También vi a la osa, se veía disminuida, rota; la tristeza fue inmediata. Luego me pregunté si no había visto esto antes, si no fue una discusión que sucedió hace diez, quince o veinte años. Quise hacer memoria, pero es mejor admitir que siempre estamos al filo de ver lo horrible que somos. No tuve el corazón para ver el video, pero, de algún modo, tengo el corazón para matar osos polares en Minecraft. Después de todo, uno parpadea y aparecen dieciséis osos más en el jueguito. En la ficción, y en los juegos, tenemos permiso para convertirnos en estas entidades desagradables. ¿Los hombres de aquella sierra considerarán su hogar como un campo de juegos? ¿La osa como una presencia azarosa y ritualística? ¿Y qué tenemos nosotros? ¿Influencers a los que podemos colgar de un árbol y sacrificar a insultos?

 


Lo gozoso marca antes que lo desagradable

Leí de reojo una entrevista a un escritor muy publicado que dice que lo desagradable marca antes que lo gozoso (marcar, supongo, como una memoria inevitable, una magdalena podrida), refiriéndose específicamente a las novelas, y como es un hombre de oficio estoy tentado a creerle. Después de todo, si algo debe envidiarse, más allá del talento, es la tenacidad del oficio. Pero no acabo de caer en la máxima porque he leído muchas novelas y, muy indignado, como señora copetuda, creo que puedo decir algo al respecto; aun cuando el factor horripilante puede quedarse mucho tiempo en algún recoveco cerebral, recuerdo amorosamente los momentos luminosos. Si creo en los novelistas que me han dado placer y júbilo, como Proust, Cervantes, Ende, Sade u Onetti, y un puñado de novelistas más, prefiero los momentos donde la esperanza puede ser absurda, avasalladora, donde se ríen como idiotas salvajes de sí mismos, del mundo que los rodea. Recuerdo sus guiños, esos breves descansos donde parece que salen de sus libros, y nos acarician la mano y son tan suaves, o tan tímidos, que espanta pero también reconforta, incomoda y nos sonrojan, y nos hacen sonreír. 


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