Lagunilla/ Esencias Viajeras  - LJA Aguascalientes
20/11/2024

En el epicentro de la Ciudad de México cada domingo antes de despuntar el alba emerge un ritual dominical desde hace décadas, aun en las oscuras calles apenas iluminadas por el tenue alumbrado público, entre ladridos de perros y luces de sirenas que tímidamente patrullan la zona, entre el sonido de la liberación de los candados y la apertura de las rejas de las bocas del metro, entre los primeros silbatazos del vendedor de tamales y los campanazos hipnóticos del camión de la basura comienzan a brotar lonas, estructuras metálicas, cartones, mallas, cajas, lazos, instalaciones eléctricas, huacales, que edifican una ciudad dentro de otra donde corren veloces los diablitos zumbando a su paso ¡ahí va el golpe!. La aparición del sol acelera –como si aún esto fuera posible- el montaje de los puestos, la descarga de mercancía, el corredero entre pasillos y ahí se iluminan las sombras y aparecen los personajes que dan vida a lo inanimado, hasta ahora ignotos que dentro de muy poco cuando el gentío atiborre sus puestos se volverán protagonistas de historias, anécdotas y leyendas, establecerán políticas de cambio y transacciones, serán la voz cantante, esos personajes acomodan su mercancía con meticuloso detalle, saben en donde se encuentra cada una de las piezas, o la ropa, o las antigüedades que ofertan o bien dentro del caos de montañas de mercadería y objetos su memoria sabe el precio, el color y la forma de lo que buscas, son seres chamánicos que cada domingo inician el rito del tianguis de La Lagunilla.

No hay lugar en todo México que se le parezca ni por asomo, la Lagunilla representa la esencia del país y lo idealiza, en este espacio tangible se edifica lo simbólico, en el conviven todos los extractos sociales, las ideas políticas, la diversidad sexual, los gustos y las modas, los sabores, los olores, las bebidas espirituosas, las pieles apiñonadas, las generaciones, se disipa todo rastro, es la pluralidad triunfante de la masa en donde la individualidad es tan única que se homogeniza, en la Lagunilla ocurre todo en todas partes al mismo tiempo y en el mismo espacio, se desafían las leyes de la física en pocos metros cuadrados donde se apretujan revistas de arte de mediados del siglo pasado, antigüedades de la mas diversa manufactura, piezas de mármol de la época porfiriana, una revista Playboy edición especial, unos guantes de gamuza Louis Vuitton, un abrigo setentero al estilo jipiteca de la Janis Joplin, joyería de hojalata o bronce, jarrones de cerámica española del siglo XVII, candelabros ingleses de vidrio cortado, rocolas y fonógrafos con voces fantasmales donde suena Pedro Infante, Lennon y Pérez Prado, una medalla Gabino Barreda que ha perdido su brillo, monedas de la Patagonia austral, planchas de hierro, grabadoras de periodista de Manuel Buendía, una cabecera de latón con el águila imperial de Maximiliano de Habsburgo, un muñequito de López Obrador, muebles estilo Luis XV, todo ello converge en plena armonía al ladito de un extrovertido peluquero-bailarín-cantante transgénero que corta el cabello a un niño con el ultimo estilo del trap mientras detrás de estx una joven se tatúa la cadera baja apoyando el culo en un taburete de peluche animal print en tanto su tatuador toma una pausa para refrescarse con una gomichela o un semen de pitufo, no tan lejos de este cuadro casi imaginado por Luis Buñuel se degusta cocina de autor, tapas españolas gourmet, un fresco vino tinto o rollos de teppanyaki con salsa de habanero, alrededor de las mesas ambulantes calcetines chinos, tangas de encaje imitación Victoria Secret o un cuadro de Pedro Friedeberg que su vendedor asegura ser original aunque con el documento de autoría extraviado, pasos mas adelante un pans deportivo este sí original del equipo Soviético de gimnasia utilizado y “olvidado” en las olimpiadas del 68, una silla Charles Eames, una cámara Mitchell BNC igual a la dispuesta por Fellini en La dolce vita, celuloides perdidos, una Leica M6 la favorita de Manuel Álvarez Bravo y debajo de ella decenas de fotografías blanco y negro de Juan Rulfo y Tina Modotti.

En el caos impera el orden, cada zona, cada espacio, cada lugar sabe lo que oferta, los anticuarios venden piezas que son relatos, el regateo es parte de cualquier transacción, los objetos esperan un nuevo dueño que los abrillante, que los pegue, los pula o que simplemente los vuelva a la utilidad para la que fueron diseñados o transmutar, y así recordar su tiempo pasado en los comedores de las casas de Polanco, los vestidores de las Lomas o los living del Pedregal, ahora serán objetos decorativos de una joven pareja de la Condesa, la Roma o algún atelier de Berlín, también están aquellos objetos más modestos con una fiera personalidad provenientes de barrios marginales, la tinaja lavatrastos de la Bondojito, las cajas de refrescos de la Agrícola Oriental aun con botellas de vidrio, las mesas de las viejas pulcatas de la Guerrero o artilugios de boxeadores de algún conventillo cercano, el tianguis es una isla de objetos exiliados, en donde recuperan el alma y las fuerzas para seguir siendo útiles cargados de memoria. La Lagunilla es un lugar ecuménico, se mezclan snobs con marchantes, chiques de la high society con malandros de Tepito, postpunk con los labios pintados para el beso final del Apocalipstick entre pachucos y chacas, chef de alta gastronomía con vendedores de chicharrones con cueritos, estilistas transexuales con artesanos, anticuarios octogenarios con niños traviesos que preguntan a cuanto la corcholata de Cri-Cri y quedan mudos al oír el precio, güeritos y güeritas que solo contestan danke, chicas encantadoras y místicas con textos de Jacobo Grinberg o Magia, en teoría y práctica de Aleister Crowley conseguido con los vendedores de libros, donde asoma Lezama Lima, poemas de Paz, textos de José Revueltas y las memorias de Vasconcelos, estampitas, acetatos y tanta cosa impresa en este y otros países exista y que no alcanzo a coleccionar Monsiváis. Todo esto se arremolina en un lugar surrealista, lleno de fascinación, de muchedumbre, de calor popular, un lugar sin territorio, con la diversidad como bandera y una escultura de Leonora Carrington iluminada por el brillo de un espejo art déco sobre una alfombra persa como ermita.

El sol emprende el descenso, el humor cambia de a poco, el ruido del desmontaje ensordece, se consiguen las últimas ofertas, el remate, la pieza añorada, se gasta la última moneda y ahí los puestos comienzan a desvanecerse, el movimiento de cajas, lonas y mercancía es frenético, el cansancio de la carga empaña de sudor el aire, está por aparecer la noche y todos los que formaron el utópico lugar vuelven a sus recovecos, a las vecindades ruinosas, a los dúplex de lujo, a las periferias, a los cotos con video vigilancia o las unidades habitacionales superpobladas, cada uno se retira triunfante portando con orgullo lo adquirido como signo de haber habitado por un día en el tianguis de las utopías donde las épocas y su materialidad colisionan para alterar la realidad de una ciudad distópica en la ficción que todos recreamos, ahí vuelve cada cual a su lugar de origen con sus divisiones, sus odios, sus fobias, sus separaciones de clase, su religión, su ideología, seguros cada uno desde sus clanes cuentan que hay un sitio que todo lo engulle y todo lo escupe que aparece cada domingo sin patria y sin dios llamado La Lagunilla.

 


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