A diario, en los más variados contextos y con un sinfín de propósitos, ofrecemos razones en favor o en contra de ciertos puntos de vista: argumentamos. La argumentación es una práctica ubicua. Lo hacemos como un intento de favorecer una creencia: de lo que se trata es de lo que debemos creer. Argumentar es una forma de escapar de la arbitrariedad. Si nuestras creencias cuentan con buenas razones de su lado, pensamos, nuestros puntos de vista se encontrarán justificados o explicados.
Una imagen sobre la argumentación ha perdurado desde la antigüedad: la argumentación es una guerra. De lo que se trata, palabras más o menos, es de imponer nuestras creencias en interlocutores reacios. Gana la batalla argumentativa no quien tiene la razón, sino quien aparenta tenerla. Los argumentos son armas que usamos para lograr que los demás se adhieran a nuestros puntos de vista. Esta imagen asume que quienes argumentan ya tienen una opinión bien formada sobre la cuestión que se discute. Si dudáramos de aquello que creemos sobre el tema de disputa no tendría caso, según esta imagen, argumentar. Pero en ocasiones no sólo dudamos de nuestros puntos de vista, incluso no tenemos un punto de vista en absoluto.
Un añadido a esta imagen tradicional de la argumentación es que ésta surge siempre en respuesta a un desacuerdo. Si ofrezco razones a otra persona en favor de una creencia es porque esa persona no cree lo mismo que yo. ¿Qué caso tendría argumentar con aquellas personas con las que estoy de acuerdo?
Así, la imagen tradicional de la argumentación parte de dos supuestos: que argumentamos sobre algo que ya creemos y que lo hacemos con personas que disienten con nosotros. Ambos presupuestos son falsos.
Muchas veces ofrecemos razones en favor de un punto de vista como una mera exploración del asunto. No creemos nada en particular, tenemos dudas sobre la cuestión, y la argumentación es una manera de tantear el terreno, de contemplar posibilidades, de prever complicaciones. Decimos “quizá una razón por la cual esto tiene sentido es…”, “es posible que esto sea verdad debido a que…”, “no me sorprendería que fuera el caso porque…”. Lo hacemos en el café con los amigos, en las charlas de sobremesa, con nuestros familiares en las reuniones de fin de semana. En contextos como estos no nos inquieta no tener un punto de vista sólido sobre el tema en el que gira la conversación. Cuando el tema se agota, al menos por el momento, no pocas veces inclinamos un poco la balanza: nos vamos con razones que apoyan más a un punto de vista que al otro. Así, muchas veces argumentamos no a partir de nuestro sólido punto de vista previo, sino como una manera de formar un punto de vista a partir del diálogo. La argumentación no es una batalla en la que buscamos imponer nuestras creencias, sino un recurso para formarlas a partir de un intercambio cooperativo con nuestros interlocutores. En otros contextos, por desgracia, nos vemos en ocasiones obligados a argumentar asumiendo que tenemos ya un punto de vista bien formado: con desconocidos, en el aula, en la esfera pública, en los medios de comunicación… No suele verse bien que no aparentemos ya la seguridad que se supone que debemos tener en una conversación en estos ámbitos. Actuar aparentando convencimiento nos obliga a mantener ese convencimiento en otros contextos y, con el tiempo, acabamos creyendo que estamos convencidos de algo de lo que nunca lo estuvimos. Esta es una primera forma en la que se nos imponen convicciones innecesarias.
Tampoco es cierto que siempre que argumentamos estemos en desacuerdo con nuestros interlocutores. Esto puede pasar, como en el caso anterior, debido a que nadie tiene formado un punto de vista sobre el tema en discusión. ¿Cómo podríamos estar en desacuerdo si ninguno tiene una creencia previa a la argumentación al respecto? Pero no sólo sucede en este caso: muchas veces lo hacemos también buscando reforzar lazos humanos. Muchas personas son aversas al desacuerdo y la discusión que suscita. Argumentar con personas que disienten con nosotros implica un gasto cognitivo y social alto. Podemos agudizar nuestras discrepancias y no llegar a ningún sitio. ¿Para qué hacerlo entonces? Con las personas con las que estamos de acuerdo no pocas veces ensayamos razones y nos enriquecemos con las suyas. Además, fortalecemos nuestra relación como fruto de nuestro intercambio comunicativo. ¿Para qué sirve entonces fingir convicciones que no tenemos? Parece que nos privamos tanto de la riqueza que puede proveernos la argumentación, en forma de afinar nuestros puntos de vista, así como de relaciones personales potencialmente provechosas.
Una de las consecuencias más funestas de la imagen bélica de la argumentación es que nos impele a adoptar posiciones dogmáticas y a actuar en consecuencia. En breve, se presupone que siempre que ofrecemos razones lo hacemos en favor de convicciones. Pero, ¿en verdad tenemos creencias firmes sobre todo aquello que se argumenta? Las convicciones en ocasiones son necesarias y deseables, pero en la minoría de los casos. Las convicciones tienen costos que, de ser innecesarias, no es deseable asumir: desincentivan el progreso epistémico, nos llevan a actuar de maneras inadecuadas y nos impiden corregir el rumbo, cancelan la conversación, generan polarización y adelgazan el tejido social, nos exigen agrias lealtades y bloquean la apertura mental. La imagen bélica de la argumentación nos reclama adoptar convicciones innecesarias, por lo que habría que enterrar de una vez por todas esa imagen en favor de una mucho más cooperativa.