¿Vive y deja vivir?/ El peso de las razones  - LJA Aguascalientes
15/11/2024

La filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad, interesante cuando se trata de impedir el desarrollo de procesos perjudiciales, de nada nos sirve si lo que pretendemos es modificar y mejorar la situación presente. De ahí que el triste sino del conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos.

Friedrich A. Hayek, Why I am not a conservative.

En una ocasión pasada, en este espacio (https://www.lja.mx/2021/01/el-dogma-relativista-el-peso-de-las-razones/) defendí que el relativismo no sólo es una posición que se muerde la propia cola ―i.e., para el relativista el relativismo también debería ser relativo―, sino que no cumple con una de sus promesas más insignes: proporcionarnos un amplio clima de tolerancia ante la pluralidad de creencias y opiniones de las personas. En breve, los relativistas suelen ser dogmáticos con respecto a su propio relativismo. En esta ocasión quisiera tomar un camino diferente para mostrar por qué el relativismo es una forma robusta de conservadurismo que se oculta bajo el presunto mantra del “vive y deja vivir”.

Michael Oakeshott describía de manera celebre la actitud conservadora en su ensayo On being Conservative: “Ser conservador, entonces, es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo probado a lo no probado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica. Se preferirán las relaciones y lealtades familiares a la atracción de vínculos más provechosos; adquirir y ampliar será menos importante que conservar, cultivar y disfrutar; el dolor de la pérdida será más agudo que la excitación de la novedad o la promesa. Es estar a la altura de la propia fortuna, vivir al nivel de los propios medios, contentarse con la falta de una mayor perfección que pertenece tanto a uno mismo como a sus circunstancias”. Ahora bien, si así debemos entender la actitud conservadora, ¿cómo reaccionaría un conservador al percatarse de que una persona que considera al menos igual de inteligente, perspicaz y aguda que él opina distinto respecto a un tema en el que ambos tienen la misma experticia?

Pensemos por un momento en la situación general que plantea la pregunta anterior. Es habitual que estemos en desacuerdo con conocidos y desconocidos sobre un amplísimo abanico de cuestiones de gusto, morales, políticas y religiosas. A menudo estamos en desacuerdo, incluso con nuestros más cercanos, sobre lo que hemos de creer. Para ciertas sensibilidades el desacuerdo es una oportunidad para corregir posibles errores en la manera en la que han formado, mantenido y evaluado sus creencias. Percatarse de que otras personas que se consideran similares en capacidades e información están en desacuerdo con ellos reduce la confianza que tienen en sus propias creencias y los motiva a seguir investigando. Buscan, en suma, progresar epistémicamente: minimizar sus creencias falsas, maximizar las verdaderas, comprender mejor un asunto, obtener útiles indicaciones para su actuar racional, etc. Pero la sensibilidad conservadora no es de este tipo, sino su opuesto. Los conservadores prefieren preservar inmaculadas sus creencias originales, incluso cuando se percatan de que alguien que merece su respeto opina distinto. La pluralidad les estorba, incomoda e inquieta. Ven en ella una amenaza, por lo que, como señala Oakeshott, prefieren los vínculos familiares a los provechosos. Es por ello por lo que los conservadores con frecuencia abrazan el comunitarismo. Su confianza en sí mismos y en los de su grupo es férrea, y a veces la disfrazan bajo el manto de su propia imperfección. Alvin Plantinga usa el siguiente argumento: “Así es la vida bajo la incertidumbre, bajo el riesgo epistémico y la falibilidad. Creo en miles de cosas, y muchas de ellas son cosas que otros ―otros de gran agudeza y seriedad― no creen; de hecho, muchas de las creencias que más me importan son de ese tipo. Me doy cuenta de que puedo estar grave, terrible, fatalmente equivocado en lo que para mí es muy importante estar en lo cierto. Esa es sencillamente la condición humana: mi respuesta debe ser finalmente: «Aquí estoy; así es como me parece el mundo»”. El argumento es tramposo en la medida en que usa el hecho innegable de que somos imperfectos para defender una posición quietista. Por el contrario, el que nos percatemos de que otras personas están en desacuerdo con nosotros es evidencia nueva para someter a crítica nuestra propia posición. Esa imperfección no es nuestro sino, sino una condición siempre perfectible. El desacuerdo es un recurso, no un problema.

Los relativistas son conservadores en el sentido anterior. Bajo la norma del “vive y deja vivir”, en apariencia tolerante, ocultan su deseo de que no les increpen. Ansían tanto como el conservador más recalcitrante mantener intactas sus creencias originales. Evaden los cuestionamientos, les incomoda la discusión racional.

Así, no debería parecernos extraño que tanto para los dogmáticos como para los relativistas la ciencia sea sospechosa y que consideren que los expertos no deberían tener un papel importante en la toma de decisiones públicas (a menos que sean los presuntos expertos en los que de hecho ya confían). Unos quieren que no se enseñe la teoría de la evolución en los colegios, y otros son clientes frecuentes de las chapuzas más delirantes (pseudociencias y pseudoterapias sin ninguna base evidencial). Su romance con la irracionalidad es lo que les hermana. Son dos caras de la misma moneda.

El progresismo es la sensibilidad opuesta al conservadurismo, aunque con frecuencia se le considere relativista. A menudo se confunde al progresismo con la llamada “cultura progre” o “cultura woke”. Pero los progre o wokes son vigorosos conservadores. Evaden discusiones que piensan zanjadas, cancelan a quien opina distinto, entronan sus dogmas morales preferidos y tienen decidido ya cuál es el lado correcto de la historia (¡claro, el lugar que de hecho ya ocupan!). Los progresistas, por el contrario, como bien apunta Friedrich A. Hayek en su ensayo Why I am not a conservative, “aun cuando posiblemente estén hoy moviéndose en una dirección equivocada, desean no obstante enjuiciar de modo objetivo lo existente, a fin de modificar todo lo que sea necesario”.

Para el progresista la pluralidad no es incomoda, es riqueza y oportunidad. Ven en el desacuerdo y en la discusión el alimento para su propia mejora. Michael Ende describió la sensibilidad a la que me refiero de la siguiente manera en sus Cuadernos: “me alegro de que haya otros que son diferentes de mí. Así, el mundo se vuelve para mí más rico y polícromo. A mí, todo lo ajeno me llena del mayor interés (…) Ese ‘ser-diferente’ yo no quiero ‘tolerarlo’, quiero conocerlo: incluso ―o, sobre todo en este caso― cuando sé a priori que nunca llegaré a comprenderlo del todo”.


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