Y charlo de política
Con tu cepillo de dientes
Arjona
“El amor es un accidente. Te enamoras sin querer como quien se pega en el dedito chiquito del pie y se soba, se tira a la cama a retorcerse y llorar, se ríe y se enoja, todo al mismo tiempo”, escribí en mis redes sociales alguna vez como a quien le gusta escribir las tonterías que piensa y le dan risa.
Me encantan los clichés. Quiero pensar que son maravillosos porque esos lugares comunes son tan buenos y por eso tan repetidos como para petrificar su uso en el lenguaje, pero no puedo hacerme de la vista gorda: la realidad es que todos somos un calco del otro, somos tan iguales, fantaseamos de una u otra manera las mismas cosas, que terminamos de manera inconsciente siendo un cliché, y duélale a quien le duela, cumplimos alguno de los estereotipos chafas por haber.
Pero ¿qué es un cliché?
Técnicamente, un cliché es una placa que se va desgastando en cada imagen imprimida, 10, 20, 30, 500 veces el mismo dibujo que va perdiendo nitidez conforme se vuelva a imprimir. Eso lo aprendí en una cita a ciegas que tuve hace mil años en el Museo Posada, porque, ¿qué otra cosa puede ser más cliché que citarse con alguien en un museo para flirtear? Hola, ¿Tania?, y comenzar el recorrido entre las obras a ver quién sabía o pretendía saber más que el otro, quién tiene el dato más preciso y erudito, el comentario más sagaz y prometedor, quien decía más pendejadas para hacer reír, y a la mitad del recorrido perderse entre los espacios y al encontrarse mirarse a los ojos, besarse por tan apasionada como tímidamente en el silencio de la galería, a la expectativa del cuidador de la sala, para luego separar las miradas, uno se acerca nuevamente, la otra se para de puntitas, el otro la toma por la cintura, besarse.
Pero al final del recorrido yo iba hastiada de tan pocos besos y tanta mamonería intelectualoide [quién me lo manda] que cuando la encargada nos invitó a una de las máquinaS de grabado y nos pidió imprimir la placa con la carita de la Garbancera, dijo: presione bien, ese cliché está muy desgastado, a lo que mi acompañante, sonriente y sabihondo, volteó a verme para decir: “no te preocupes, no todos los clichés son malos”, y guiñarme el ojo.
Esa escena la recuerdo con muchísima gracia después de tanto tiempo porque es un rotundo cliché, y porque es cierto, no todos los clichés son malos. En la definición de diccionario, nosotros fuimos los ridículos que repitieron escenas vistas una y otra vez en cualquier película chafa. Predecibles, nos fuimos a la segura, a lo que sabíamos que iba a funcionar, una interacción eficaz, pertinente, protegidos por la charla casual; la etiqueta en común, las fórmulas superdesgastadas, datos presuntuosos y elaborados que decir en un museo.
En materia de seducción los lugares comunes no pueden faltar, la actitud amatoria está repleta de clichés, las miradas, las sonrisas, los arrebatos, los te amos en contextos específicos, el mismo acto amoroso es la repetición de las mismas formas de siempre, ahí están los gemidos y las caricias, el rotundo fracaso a la innovación y el temor a parecer raros, lo que nos obliga a repetir lo que ya hemos visto o hecho en otros lados. Pero no solo ahí, disputas, presentaciones, figuras personales, modos de conducirnos, son producto de esa apropiación social de la que somos parte y no podemos escapar.
Todo esto del cliché lo pensé porque hace unos días vi a una pareja pelearse. Su interacción era una copia gastada de cualquier forma de pelearse entre dos que dicen amarse en cualquier película. Se gritaron, manotearon, el tipo golpeó la pared, ella se fue, él la siguió, ella volteó, lo besó y se abrazaron como si ahí hubiera terminado la cosa. Yo que por un momento, sin querer, me puse alerta por si transgredían la violencia, solté una carcajada en cuanto se fueron. Pero qué ridiculez, dije, son un cliché total, ni en la Rosa de Guadalupe lo pudieron haber hecho mejor. Y me quedé pensando en las veces que yo lo he sido. Mis propios clichés que atesoro, que repito constantemente riéndome de mí misma, a mis costillas, de mis ridiculeces.
Aunque nada de lo que pude haber hecho se compara al peor en cuanto a clichés del mundo mundial: Arjona. Frases hechas, igual de profundas como superficiales (aprendo rápido), que en su vocación de estereotipo intelectualoide lo hace el más pretencioso por creer que funcionan y venderse como el mejor. O tal vez el tipo es lo suficientemente sagaz como para saber que su supuesta exquisitez deja pasmados a unos y ofende a otros de tan pero tan pero tan malo que es, lo que al final de todas maneras lo vuelve popular.
Si soy amable, tal vez el cliché nos da identidad, cohesiona lo que somos para reconocernos, estereotipos que, con mesura, podemos saber explotar a nuestro favor. Ese estilo tendencioso solo nos molesta cuando, como Arjona, nos quieren engañar, porque si no, ¿a quién le importa parecer un cliché disfrazado de roquero, de artista, de escritor, mientras pueda ser reconocido como tal? ¿Quién no quiere ser un cliché en el amor?
Es cierto, no todo cliché es malo. Uno muy bueno sería la risa en la cama, en cada orgasmo.
“El amor es un accidente. Te enamoras sin querer como quien se pega en el dedito chiquito del pie”, escribí. Sí, está muy pinche mi analogía, soy un rotundo cliché, pero resulta que también a veces me enamoro sin querer, y duele (ay, papá).
@negramagallanes