And I love the thought of coming home to you
Even if I know we can’t make it
Estoy a punto de hacer mi propio playlist de 10 horas con una misma canción: Fairground, de Simply Red.
La canción puede ser irrelevante para el 99.99% de los habitantes del planeta Tierra, y sin embargo, nada cambiaría que fuera mi trauma de la semana, como ese tipo de obsesiones temporales que suelen atacar a las personas: encuentras un helado delicioso y solo quieres regresar una y otra y otra vez por el mismo, tal vez comerte un litro hasta el vómito o repetir rutinas que parecen eso, rutinas, pero que rozan el límite de la cordura, como regar todos los días y a todas horas las plantas o, esto, escuchar la misma canción toda la semana, una y otra vez porque te encanta cómo remata aquí, como sube allá, la batucada en el fondo, este verso extraordinariamente triste en medio de la algarabía de, claro, un parque de diversiones, todo eso hasta que termine por hartarte e inconscientemente la dejes de escuchar.
Todavía no llego a ese punto, dejarla de escuchar, pero en el camino me puse a pensar si estas obsesiones temporales son una especie de trastorno obsesivo-compulsivo, una manera catártica de que, en la repetición, encuentre salida lo urgente por expulsar, como quien grita mucho para vaciar sus emociones, o tal vez un mantra de esos que ayudan a alejar otros pensamientos, aterrizar una idea, concentrarse en otra cosa, depurar algo, lo que sea que necesite con urgencia la mente para doblegarse al ritmo y perder la consciencia de lo cotidiano en una canción que dura 5 minutos 34 segundos, o si la escucho 100 veces, 33 mil 400 segundos en donde no habitará ningún otra cosa en mi cabeza.
Porque una cosa es muy clara: no me la he podido sacar de la cabeza, en esa metáfora extrañísima sobre que la cabeza se vuelva el depositorio de todas nuestras ideas, emociones, dolores, basuras mentales. Ya no se trata de si es la mejor canción del mundo, sino de que su ritmo está incrustado en mí, por ahora, como una necesidad imperiosa que necesito saciar.
No es la primera vez que me pasa, a lo largo de mi vida estas obsesiones temporales han estado presente en diversas facetas. De hecho, puedo asegurar que este trastorno obsesivo temporal es común, si lo he visto en memes, es que es cierto.
Dos ejemplos: estaba en sexto de primaria cuando a media clase comencé con el trastorno, no puedo llamarlo de otra manera porque de hacerlo le diría estupidez, de murmurar una canción que ya no recuerdo pero que me costó que la maestra me mandara callar muchisísisisisimas veces, ¡otra vez, Magallanes! Salte del salón hasta que te calles. Claro que al inicio no me mandaba callar, me decía “guarda silencio”, hasta que la exasperé. La primera vez que tengo consciencia de que pasó fue en medio de un examen. Yo murmuraba la melodía de la canción y no podía detenerme. ¿Quién está haciendo ese ruido? Guarde silencio, por favor, si no le voy a quitar su examen. Me recuerdo sentada en el pupitre, muy recta como pensando chin, y tratando de guardar silencio. Pero a los dos minutos, como si me olvidara de la llamada de atención, comencé de nuevo. ¡Que quién está haciendo ese ruido! Le voy a quitar su examen si no guarda silencio. Y ahí estaba yo, Magallanes, tres minutos después en la pendeja total, volviendo a entonar la melodía. ¡Magallanes, entrégueme ese examen! Y ahí empezó todo. Meses enteros. No recuerdo qué canción murmuraba yo.
Hace años, también por un lapso de dos o tres meses me la pasé “declamando” para sosegar los ánimos de un acompañante enojado, un verso que para este ejercicio tuve que ir a buscar porque es obvio que no lo recordaba, tampoco, alguna laguna quedaba del fraseo pero no de quién era ni si era parte de un poema o un texto o una frase mal remendada, hasta que anoche en un brinco recordé, quién sabe producto de cuál esfuerzo, que era algo de un tigrillo, y esa fue la punta para jalar la hebra: “vente a cenar, tigrillo, la leche está caliente”, repetía una y otra y otra vez en medio de las disputas, “declamando” seriamente hasta que hacía enojar más con mi simpleza: al bordo del fastidio recuerdo que aquel me gritó encabronado: ¡deja de estar mamando con tu ‘tigrillo’”, gesticulando mi mohín mientras yo me cagaba de risa.
Uno se pone a odiar como una fiera,
entonces,
y alguien pasa y le dice:
“vente a cenar, tigrillo,
la leche está caliente”.
Es una estrofa final de un poema de Eduardo Lizalde que me acompañó hasta el hastío y que yo no había recordado ni ahora que murió, como estoy segura que el mantra de esta semana que ha sido Fairground también desaparecerá con el tiempo. Ni 10 horas o 100 veces repetidas me librarán de olvidar este mantra: Walk around, be free and roam, there ‘s always someone leaving alone.
Aunque a la otra, todo sería más fácil si mi mantra fuera un llano “sí merezco abundancia, sí merezco abundancia, sí merezco abundancia, sí merezco abundancia”.
@negramagallanes