Charles Simic sueña, sueña que se encuentra con Joseph Cornell en el centro de Manhattan. No dice el poeta sobre qué conversó con el artista plástico, así que cuando lo pienso, la reunión ocurre sin palabras: el levísimo arquear de cejas en que se traduce la sorpresa, un breve pero intenso apretón de manos y enseguida descubrir lo poco que pueden decirse, un instante antes de que los embargue por completo la incomodidad Cornell toma la bolsa de papel que lleva consigo y le muestra una de sus cajas (montages los llama), con cuidado lo extiende a las manos de Simic, quien la observa sin poder cerrar la boca, pasa la punta de los dedos por la superficie, cuidadoso hace girar alguno de los objetos que conforman la caja. Antes de que el poeta se atreva a abrir uno de los cajones minúsculos incrustados en la pieza, Cornell le da a entender que le regala la caja. No se tienen que decir más. Acaso otro apretón de manos, uno de esos que siempre están a punto de transformarse en abrazo, y cada uno sigue su camino.
Cornell seguirá con paso lento hacia la Biblioteca Pública de la Calle 42, deteniéndose en el camino a recoger los objetos con que más tarde elaborará otro de los collages bidimensionales por lo que tanto se le admiran, un botón, hilos, un mapa pequeño y ajado, quizá una instantánea resquebrajada que cayó de la cartera de alguien y en la parte posterior tiene escrita con letra apretada una fecha y una dedicatoria amorosa.
Charles Simic se detendrá después de cinco o siete pasos para quedarse en medio de la acera, admirado por el misterio de la caja que le acaba de ser entregada, vencido por la curiosidad abrirá los cajoncitos del montage para descubrir que dentro de cada uno hay algo, un objeto recogido durante las caminatas de Cornell por la ciudad y que en la suma, por la disposición, por el cuidado con que fue colocado para formar parte de algo, adquiere un significado distinto, deja de ser un simple botón o hilo o mapa o foto, se torna alguien a quien le ocurrió algo.
El botón es el gesto brusco con que se despiden dos amigos que no se volverán a ver, el hilo el principio del fin del suéter con que a ella le gustaba verlo, el mapa un trasbordo equivocado del turista distraído, la instantánea un recordatorio insistente de los rasgos del hijo… o quién sabe, cuando lo pienso, no alcanzo a ver qué toma de cada uno de los cajoncitos el poeta, reconozco su asombro observándolo de espaldas, mientras en un segundo plano Cornell se agacha sorprendido; lo demás lo supongo cuando leo a Simic.
Por eso me sorprendió leer en La dicha de comer donde Simic propone: “Uno podría componer una autobiografía con cada una de las comidas memorables de su existencia y acaso resultaría más interesante que las autobiografías habituales. Con toda honestidad, ¿qué preferiría usted leer: la descripción de un primer beso o la de una col rellena hecha a la perfección?”.
No estoy seguro de entender las razones de Simic para apostar al gusto como la vía para transitar hacia el recuerdo y recuperarlo, no después de los textos de Alquimia de tendajón o El sueño del alquimista, sobre todo porque cuando recreo su encuentro con Cornell, que tiene como principio que se da a partir de una caminata, eso creo.
Lo creo así, también, porque lo he leído en un poema de Simic:
Conversación nocturna
Todo lo que no entendiste
te convirtió en lo que eres. A veces
en la calle advertías la mirada de extraños
que te estudiaban. ¿Acaso eran iluminados
omniscientes? Sabían lo que no sabes
y te dejaron turbado como un sueño extraño.
Ni siquiera la luz siguió siendo la misma.
¿De dónde venía ese intenso resplandor?
Y ese perfume, como si estuvieran alimentando
seres míticos con atados de heno
sobre tejados flotantes entre las nubes nocturnas.
¡Y no entendiste nada!
Te encantaban las multitudes al final del día
que te traían tantos misterios.
Había siempre alguien a quien tenías que conocer
y por alguna razón no te esperaba.
¿O tal vez sí? Pero no aquí, amigo mío.
Deberías haber cruzado la calle
y seguido a aquella mujer evidentemente loca
con el largo mechón de pelo ensangrentado
que los cielos recogieron como un grito distante.
(*Traducción de Rafael Vargas)
Creo entonces, que si el propósito fuera componer una autobiografía lo haría a partir de las horas andadas y no del tiempo que se ve pasar desde la silla. Sí, es alrededor de la mesa o en el café, en esas conversaciones donde se inventa el mundo, ahí donde se generan las historias, en la cercanía de las manos, en la facilidad con que se cruzan las miradas para asentir o para obtener confirmar. En la mesa, sentados, se acaricia el lomo de las anécdotas para obtener los mejores cuentos.
Como se trata de una autobiografía, ese espacio de cercanía no es el mejor, nada como la caminata para el pensamiento en voz alta, para alcanzar el recuerdo, para aprehender con el rabillo del ojo una imagen borrosa que al ser capturada se transforme en memoria; incluso acompañado, las conversaciones en movimiento las asocio a cierta prisa por contar que impide cualquier adorno, no hay espacio para vestir las palabras, así surge con mayor prontitud la confesión.
Uno podría componer una autobiografía con cada una de las caminatas memorables de su existencia, por supuesto que resultaría más interesante, siempre se está al borde de la confidencia, y a esa revelación se une la posibilidad de hallarse un objeto para atarla al mundo (un botón o hilo o mapa o instantánea) y darle consistencia.
Caminar entonces como acto autobiográfico. Y si no, y si se teme dar testimonio, bueno, andando, siempre queda la posibilidad de cruzar la calle y componer otra versión de la historia, dejando de hablar solo para buscar la conversación con alguien.
(*)Evening talk
Everything you didn’t understand
Made you what you are. Strangers
Whose eye you caught on the street
Studying you. Perhaps they were the all-seeing
Illuminati? They knew what you didn’t,
And left you troubled like a strange dream.
Not even the light stayed the same.
Where did all that hard glare come from?
And the scent, as if mythical beings
Were being groomed and fed stalks of hay
On these roofs drifting among the evening clouds.
You didn’t understand a thing!
You loved the crowds at the end of the day
That brought you so many mysteries.
There was always someone you were meant to meet.
Who for some reason wasn’t waiting.
Or perhaps they were? But not here, friend.
You should have crossed the street
And followed that obviously demented woman
With the long streak of blood-red hair
Which the sky took up like a distant cry.
Aprovecho la edición sabatina de LJA.MX para rescatar este texto que escribí hace algunos años. Lo comparto a manera de agradecimiento para Rafael Vargas, traductor de Charles Simic, quien me permitió colaborar en una bellísima tarea que pronto saldrá de la imprenta, no puedo adelantar más, se relaciona con José Carlos Becerra y la recepción del premio del los XXXIII Juegos Florales, el 23 de abril de 1966. En esa fecha El Sol del Centro publicó en su primera plana la noticia, bajo el título “Inolvidable Velada de los Juegos Florales”, esa fue la información que mereció las ocho columnas y una fotografía. Qué lejos estamos de esa situación ahora.
@aldan