Un pedagogo francés decía que las reformas curriculares con frecuencia se parecían a las costumbres del fumador empedernido: no acababa de terminar una cuando ya iniciaba la siguiente. Esta semana la Secretaría de Educación Pública (SEP) me hizo recordar esta metáfora, al difundir un documento de trabajo con la propuesta de un nuevo marco curricular y un plan de estudios para la educación básica en México. La versión actual de este documento (considerada como preliminar todavía) cuenta con 159 páginas con argumentos que, desde una visión oficialista, justificarían otro cambio curricular en el país, aunque ahora a partir del año 2022.
A la letra, el documento propone llevar a cabo “un conjunto de transformaciones epistémicas, metodológicas, axiológicas, pedagógicas y estructurales”. La idea central gira en torno a una transformación curricular, basada en la creación de comunidad, autonomía curricular de maestras y maestros, así como en la estructura de campos formativos en lugar de asignaturas. Además, incluye como ejes articuladores “la igualdad de género, la interculturalidad crítica, la inclusión, el pensamiento crítico, la educación estética, la vida saludable y el fomento a la lectura y la escritura”. Hasta este punto sería posible incluso concluir que hay poca innovación en varios de estos términos, debido a que más de una de estas frases se encuentra en documentos que guiaron esfuerzos previos de transformación escolar.
Sin embargo, una ocurrencia marca la diferencia: los grados escolares serían reemplazados por “el establecimiento de contenidos por fases de aprendizaje”. El problema —como siempre sucede con los gobiernos en turno— es que una vez más no queda claro cómo ni en qué condiciones se implementará esta propuesta y, en particular, más allá del discurso al que se adscribe la propuesta, no es posible saber qué problema público se pretende resolver ni cuál es el beneficio real que se espera obtener.
A manera de ejemplo, el documento contiene un diagnóstico sobre el Sistema Educativo Nacional, cuyo centro de atención son las grandes brechas sociales, económicas y territoriales que explican los rezagos educativos en el país. Investigadores y decisores educativos ya han destacado este fenómeno desde hace algunos años; una postura que, en lo personal, también comparto y que es un asunto sobre el que hemos discutido durante décadas, con la intención de construir un sistema educativo más justo y equitativo; no obstante, el proyecto que ahora se presenta carece una propuesta de intervención razonable. En suma, llama la atención la falta de actualización de este diagnóstico, toda vez que las cifras que se incluyen provienen de la encuesta Intercensal que realizó el INEGI en 2015, como si se hubiera recuperado un documento encontrado en el cajón de un escritorio que estuvo cerrado por varios años. Es natural que inmediatamente exijamos que una reforma curricular cuente con cifras más actualizadas y que justifiquen en su totalidad emprender, una vez más, acciones de política educativa tan relevantes como transformar el currículo escolar.
Una característica particular del proyecto radica en la profunda crítica que hace a las acciones realizadas en el pasado, una postura que concuerda con casi todas las intervenciones educativas hechas por la actual administración a nivel federal. Bajo la narrativa actual, el problema público siempre es la política o el programa que se buscan eliminar, pero nunca las desigualdades que tanto daño hacen. La crítica contenida en el documento —vale señalarlo— es siempre de carácter ideológico, sin la evidencia para justificar cualquier cambio curricular.
Destaca, por ejemplo, el manido argumento de lo terrible que resultan las “neoliberales” acciones educativas de gobiernos anteriores, pero sin ofrecer una precisión histórica, empírica y conceptual que valide este argumento. En este sentido, pareciera que los gobiernos tienen que elegir entre lo neoliberal y lo no neoliberal para realizar acciones públicas, pero no entre distintos mecanismos e ideas para diseñar, implementar y evaluar políticas públicas en democracia.
La propuesta de cambiar los grados escolares por fases está lejos de ser clara y pareciera más una provocación o, en el peor de los casos, una ocurrencia más de este gobierno, pues carece de una justificación clara. Expertos como Gilberto Guevara o Patricia Ganem Alarcón consideran que se trata de una estrategia de simplificación administrativa, que no cuenta con la evidencia suficiente para respaldar los resultados esperados en términos de inclusión y aprendizajes, ni mucho menos con los criterios de focalización y recursos disponibles para diseñar e implementar una verdadera política educativa que reduzca las diferencias sociales.
Durante mucho tiempo hemos trabajado por crear y consolidar propuestas educativas integrales; sin embargo, este proyecto se aleja de estos objetivos e, incluso, podría provocar una segregación mayor respecto de los logros educativos de los estudiantes, pues se corre el riesgo de que los estudiantes con mayores recursos terminen agrupados en las últimas fases del aprendizaje (4, 5 o 6), mientras que en las primeras fases (1, 2 y 3) quedarían concentrados los estudiantes en condiciones más vulnerables.
Desde mi convicción sobre lo necesario que resulta lograr avances significativos en nuestro sistema educativo, deseo que la propuesta que está circulando quede en una simple ocurrencia y que no afecte la operación de las escuelas. Sobre todo, espero que se dé la oportunidad para que todas y todos los docentes nutran esta propuesta con experiencias, ideas y evidencia que ayuden a entender el qué, el cómo y el para qué de la transformación del currículum educativo. Recordemos que están en juego muchas generaciones de mexicanas y mexicanos que podrían pasar por aulas sin lograr aprendizajes significativos, como consecuencia de programas que no cuentan con las bases ni las orientaciones adecuadas.
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