I believe in you my soul… the other I am must not
abase itself to you,
And you must not be abased to the other.
Walt Withman
Las personas cambian. Las relaciones cambian. Todos cambiamos.
- y yo entendimos a los 35 que ya no éramos las niñas de 13 años que salían a dar la vuelta por el barrio. Las dos habíamos cambiado y nuestras necesidades, también.
- era mi mejor amiga. Tal vez nunca en la vida vuelva a tener una conexión con otra persona como la tuve con ella. Leía mi mente, sabía cuándo algo me molestaba, si tenía frío, hambre, si ya me había enamorado. En eso M. era la mejor. Fue mejor incluso en ser mejor amiga. Era tan cabrona que hasta descifraba mi silencio. Nunca estuve a su altura. Por mucho tiempo me reproché haberla dejado sola y cuando cumplimos 35 poco a poco tomamos caminos diferentes.
Pero la verdad es que las personas cambian. Por más que me esforcé en seguir sus pasos, no hubo manera de convencerme de que ese era mi camino, el de ella. Ya no teníamos 13, las dos crecimos. Yo estaba en proceso de cambio, me urgía volverme feroz y M. estaba a la espera de un golpe de suerte. Al final, ella fue la que explotó de ferocidad y yo me dejé llevar por el azar.
Hoy que escribo esto me obligué a pensar en mis relaciones personales y, sobre todo, en la complacencia para el otro. Muchos de mis amigos se han ido, otros permanecen firmes, algunos más están como en tandas, dosificados, ninguno está como yo quiero o necesito. Por supuesto que también me pregunto si yo soy la que ellos necesitan. Lo más probable es que no. Nada de esto lo digo como reproche, sino en la necesidad de comprender que todas las relaciones evolucionan y eso tengo que metérmelo en la cabeza, una metáfora hermosa que me obliga a taladrarlo tanto en mi cabeza como para entenderlo de a poco.
Si hablo de complacer, me volví experta en atender las necesidades de otros antes que las mías, por eso cuando me descubro egoísta, me gusta. Me gusta perderme en mi sentir sin pensar en el otro. Solo que eso me causa culpa de vez en vez. Aún hago cosas que no me interesan para no quedar mal. Ya he dicho que por mucho tiempo estuve casada con ese verso de Pellicer: estoy triste porque no soy bueno, y yo quise quedar bien, ser buena, aunque nunca lo fui, y ya no me importa.
Un ejemplo: toda la vida he despreciado a la gente que se acerca a mí exclusivamente para pedirme favores, no digo que eso esté mal, pero repudio con todo mi ser el tonito de voz que me dice que tratan de endulzarme el oído y luego me piden algo. La gente suele [solemos] ser utilitaria, úsese y tírese, y yo he tratado de alejarme de quien, siento, sólo me usa. Eso no eliminó que yo respondiera con un sí a lo que me pidieran. Fui condescendiente para no quedar mal, aún y por encima de mis deseos. Por supuesto que yo también me he beneficiado de las personas y las he utilizado, no voy a ponerme un manto de santidad que no me queda, y, sin embargo, siempre me queda la sensación en el cuerpo de altanería, de vanidad, de soberbia, al punto en el que me pregunto, pero ¿quién va a necesitar de mí en estos tiempos?, ¿cuánto vales, Tania Magallanes, como para que la gente quiera algo de ti?, ¿qué tienes tú que ofrecer?
Lo que pasa es que yo no sé poner límites. Esa es una realidad. Y como no sé hacerlo, termino siendo grosera antes que [diplomáticamente] decir que no. A este es el punto al que quiero llegar. Por no saber decir que no, terminé alejando a mi mejor amiga y tal vez a muchos de mis amigos. No, no quiero, sonó lo suficientemente rudo porque nunca lo había pronunciado. También me pregunto, ¿hasta dónde es socialmente válido decir no sin parecer una ojeta? Decir no para establecer límites claros, aquí no me gusta estar, así no me gusta sentirme, no quiero esto. Si me pregunto cuál es esa barrera que no hay que cruzar a la hora de decir no, es porque es increíble que pierda amigos o amantes porque digo lo que pienso: no me gusta. Es seguro, entonces, que no dejo mi punto claro, que no soy amable, que no me hago escuchar ni entender con claridad. Además, ¿dónde se difumina el espacio entre lo que el otro quiere o necesita y lo que yo puedo ceder, y por qué siento que casi siempre termino cediendo? No lo sé.
Pero sí sé que cada vez tengo más claro cuáles son mis límites, ya no quiero sentir que estoy en relaciones desiguales, en donde esperan todo, pero no me regresan nada. Me decían en algún momento de la semana, ¿por qué quieres ser empática con la gente, pero no contigo si estás incómoda?, ¿por qué te da miedo pasar por egoísta antes que decir lo que no quieres?
Muchas veces me han querido explicar el proceso en el que con firmeza aseguran que la culera soy yo por no aceptar lo que me dicen. Eres una necia, Tania, me dicen, mientras yo pienso que no me dan lo que busco… tal vez no doy lo que buscan. Una vez pasé escuchando más de dos horas a un amigo sin que le importara siquiera si yo tenía algo que decir. Pero se vale poner límites, conmigo, límites para mí, para no resolver hacer mutis ante lo que no me gusta, ante los señalamientos ofensivos que me hacen.
- fue la mejor en todo entre las dos. Aunque tal vez, sólo tal vez, si M. hubiera sido tan cabrona como la recuerdo, hubiera sabido que mi silencio era un no, no quiero, y yo no supe ponerle límites. Ya no me cobro tanto el haberla dejado seguir por su cuenta. Las personas cambian. Todos cambiamos.
@negramagallanes