Para las personas que padecen un trastorno de ansiedad la calma es el valor más preciado. Pude haber escrito paz o zona de confort, pero no quería ser grandilocuente o banal. A nosotros, los ansiosos, nos viene bien cierto conservadurismo. Pero ser conservador en este sentido no se refiere a una manida, retorcida y opaca noción política. Así, se puede ser conservador en la vida privada, y socialista y progresista en la pública, como es mi caso. Ser conservador es una actitud personal ante la vida en sus escenarios más ordinarios. A este tipo de conservadores les placen las rutinas y los lugares conocidos, son desconfiados ante los temperamentos revolucionarios y buscan siempre estabilizadores sociales. No me avergüenzo: llevo mis automatismos tatuados en el encéfalo.
Esa actitud de conservadurismo cotidiano la plasmó con una lúcida pluma Michael Oakeshott: “Ser conservador consiste, por tanto, en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica. Las relaciones y las lealtades familiares serán preferidas a la fascinación de vínculos potencialmente más provechosos. El adquirir y aumentar será menos importante que el mantener, cuidar y disfrutar. El pesar que provoca la pérdida será más agudo que la excitación que suscita la novedad o la promesa. Se trata de estar a la altura de la propia suerte, de vivir conforme a los propios medios, contentarse con perfeccionarse en función de las circunstancias que nos rodean”. A pesar de lo persuasiva que pueda resultar esta caracterización de la actitud conservadora no busco entrar en un debate sobre la evaluación de qué estilos de vida son superiores. No sólo porque no creo que exista una supremacía tal –al final la humanidad es una fauna variopinta de temperamentos y preferencias–, sino porque este no es un espacio adecuado para una diatriba ética sobre cómo hemos de vivir. Me contento con dejar unas pinceladas precisas sobre una actitud muy específica ante la vida que les viene bien a algunos.
¿Es posible la vida sin sobresaltos, novedades inquietantes, situada plácidamente en las mieles de un aburguesamiento confortable y tibio? No lo sé: sólo sé que es lo que espero y conozco a varias personas que comparten mis expectativas, incluido al propio Oakeshott. Pero hay una pregunta que puede intrigar a las personas de letras, sobre todo a quienes tienen a la narrativa como su empleo, vocación o cadena. ¿Es posible una narración sin conflicto o tensión? Para Juan Pablo, el protagonista-escritor de Peluquería y letras, un ejercicio imaginativo y una suerte de autoficción que se refuta a sí misma, es ésa la cuestión medular. ¿No confundimos muchas veces la felicidad con la comodidad? Esta pregunta es la hoja de ruta de una divertidísima serie de eventos inesperados: “La verdad era que en la familia estábamos pasando por una etapa de estabilidad perfecta (…). Estábamos donde queríamos estar. No queríamos estar en otro lugar. En realidad, lo que parecía era que estábamos representando el guion de una familia feliz pequeñoburguesa (…). Por supuesto, había otra manera de ver las cosas y la sospecha de que nos habíamos vuelto conservadores fue apoderándose de nosotros”. Al final, nuestro escritor-protagonista se pregunta si es posible escribir envuelto en el sopor embriagador en el que vive. ¿Lo es?
Peluquería y letras de Juan Pablo Villalobos (Barcelona: Anagrama, 2022) es un breve ejercicio performativo que responde afirmativamente a la pregunta que se plantea. Villalobos ha escrito una novela breve, amena, divertida, ingeniosa e imaginativa. Leerla también es quizá un ejercicio pequeñoburgués: uno la pasa bien todo el tiempo, y al terminarla se lamenta de no haber escogido una playa y una buena cerveza para pasar un par de horas plácidas con su lectura. Villalobos también sitúa su escritura en las antípodas de la literatura de la experiencia en favor de la de la imaginación, y también se aleja en esta entrega de la literatura comprometida política y socialmente. No obstante, la novela no sólo es un artefacto ameno, pues algo late detrás, una reflexión sobre la felicidad, sus condiciones, y lo que incluso a conservadores y burgueses les dota de combustible vital: el omnipresente miedo a la muerte, igualador social como no hay otro.