Acá en Aguascalientes todo camina con normalidad, la Feria de San Marcos, las campañas, las distracciones cotidianas, hasta la próxima vez que una desgracia nos haga estremecer. No es que la desee, por supuesto, solo pienso mucho últimamente cuándo una desgracia me va a tocar a mí o a mi familia: un asesinato, un secuestro, una desaparición, una muerte vial, ¿van a matarme en un asalto para robarme el celular? Hace unos meses en el centro de la ciudad, donde transito todos los días, trataron de arrebatarme la mochila que solo se desgarró del tirón, y nada, es tan “normal” ahora escuchar las quejas sobre la inseguridad en pleno centro de la ciudad, porque “antes” no era así.
Ahora imaginemos la periferia. Esa que el privilegio del que gozamos los que no vivimos allá -nótese el adverbio demostrativo para indicar lejanía, allá, lo que no es aquí-, no nos hace dimensionar a ciencia cierta con qué se come. Por supuesto que tenemos una idea, en la orilla de la capital no pasan patrullas, no todo está pavimentado, falta alumbrado, hay mucha delincuencia, es decir, hay una idea muy marcada por la división de clases sobre lo que es la periferia.
¿Pero qué es vivir en la periferia de la ciudad? Hace unos días, platiqué con una mujer muy joven que vive en Villas de Nuestras Señora de la Asunción. Me contaba cómo su barrio ya es otra ciudad muy diferente a Aguascalientes. La mancha urbana sigue creciendo mucho más atrás del cerro, donde ella no termina de ver el fin, y como por allá hay todos los negocios habidos y por haber, el mercado, la mercería, el médico, la zapatería, la tienda de empeño, la iglesia, poco tiene la necesidad de venir al centro de Aguas a menos que sea, como ahora, para asistir a la Feria o a un asunto en particular. Todo se hace y se compra en Villas, me dijo. Hasta el bar que está en la esquina de su casa.
Relató un poco angustiada que una vez que anochece ni ella ni su hija salen de casa, el bar trastorna todo el vecindario. Ni siquiera la música es motivo de molestia, sino el escándalo, unos días se escuchan disparos, otros el ruido de los autos y las motos, muchos los gritos de mujer, cuenta. Hace unos días su marido regresaba a casa en el auto y la policía municipal, según dice, lo detuvo casi en la puerta de su casa por haberse pasado, según eso, el alto de Tercer Anillo, es decir, 15 cuadras atrás. Arbitrariamente lo detuvieron y ella tuvo que pagar una multa de 4,300 pesos.
Como criminales nos tratan, me dijo, solo porque vivimos acá.
Me queda claro que no todas las personas que viven en Villas carecen de recursos, no es que no tengan dinero, sino que se trata de un imaginario social que nos hace pensar al oriente de la ciudad, a las periferias, en una constante exclusión de todo lo que se considera mercado económico o de desarrollo.
Por desgracia, las periferias sí padecen criminalización de sus barrios, podrán las personas hacer comunidad, integrarse y ayudarse entre ellas, buscar mejoras en su entorno, pero los estigmas, la marginalidad urbana, la delincuencia multifactorial, la inseguridad y la represión policiaca existen y son una constante.
En su narración, esta chica dejaba ver su molestia, harta del bar, prefiere no salir los fines de semana por temor a que un día le pase algo a ella o a su hija. Trajo a colación el asesinato de Johan Fabián, alumno de la Universidad Tecnológica Metropolitana del estado, dijo cómo tenía miedo esos días de salir a la calle, yo sabía que ese camino es peligroso, estoy harta de vivir en un lugar tan violento.
A mí me hizo pensar en que todos estos estigmas y verdades vulneran a las personas del lugar, y con ello, son vulnerables también en sus derechos humanos.
Ninguna colonia del estado a estas alturas está libre de la violencia, pero insistimos en el peligro latente y delincuencial de barrios como el mío, La Barranca, ahí crecí, ahí vive mi familia, ahí asisto. Estos lugares se vuelven el enemigo simbólico de la violencia y la pobreza, como para que ni siquiera los gobiernos municipal y estatal quieren hacer algo por instalarlos en la escala social de los límites de la “decencia”, diría Ibargüengoitia.
Pero no solo son los lugares, mientras es “normal” la violencia en la periferia, también es “normal” los atentados contra las personas precarizadas o sin un status social. Como si el código postal o a lo que te dedicas marcara la diferencia en qué tanto vale la vida de una persona.
Me regreso al asesinato de Johan Fabián, alumno de la UTMA. Todos los medios hicieron énfasis en su condición de estudiante, igual que Ángel Yael, asesinado por un elemento de la Guardia Nacional en Guanajuato. No se me malinterprete, todas y cada una de las vidas son igual de importantes, estas y todas son una desgracia en este país impune y violento, ese es mi punto. La exigencia contra el uso desmedido de la fuerza, contra la violencia social, el repudio a la violencia cotidiana es la misma, o debería serlo, en todos los casos, y no dependen de si la víctima es o no una persona rica o empobrecida, un albañil o un periodista.
Lo pensé en el caso de Debanhi, los medios, y sociedad después, enfatizaron su porvenir y que era estudiante, unos tintes clasistas se dejaron ver al omitir a las otras desaparecidas de Monterrey. A la par del caso de Debanhi, otras 41 mujeres están desaparecidas en Nuevo León, ¿por qué sus casos ni la exigencia de sus familias fueron tan mediatizadas?
La manta que colocaron los familiares de las víctimas de desaparición forzada del caso Maverick, acá en Aguascalientes, indicaba que ellos “no eran unos simple albañiles”, haciendo la distinción porque esa percepción ha influido en la recepción del caso y de las víctimas en las investigaciones.
En julio del 2020 en Aguascalientes, una mujer de 73 años fue violada por su hijo. De las lesiones, la señora murió en el hospital. Después del morbo, poca o nula fue la exigencia de justicia para esta mujer víctima de feminicidio, según el catálogo del delito. ¿Habría sido otra la exigencia y la mediatización y la movilización si esta mujer hubiese sido joven y de clase media? Qué horror.
O como Andrés, que murió en un accidente automovilístico sobre la avenida Colosio a la altura del exclusivo Fraccionamiento Bosques, en manos de otro joven adinerado y con influencias, presuntamente, una desgracia de la que se habló durante semanas enteras. No como la desgracia de la pareja que viajaba en moto y que fue embestida por un conductor alcoholizado, rumbo a Margaritas, y en la que murió la pareja, sin que sus nombres fueran mencionados siquiera en los medios.
Esta conversación también es necesaria no para medir impactos mediáticos ni para valorar una vida más que otra ni despreciar ninguno de los casos, sino para comprender por qué no basta que gritemos por una persona, ni que resaltemos más allá de la descripción si era estudiante o maquiladora, pues hay miles de víctimas en otras condiciones que nuestro privilegio ni siquiera nos hace voltear a ver.
Un último apunte, la vecina de Villas dijo casi al final de nuestra conversación que una de las noches había sido particularmente estruendoso el escándalo alrededor del bar. Pero es “normal” el griterío en la zona, es “normal” ver y pensar la violencia en Villas, así que se fue a dormir. No llamó a la policía porque nunca acuden. A la mañana siguiente, sus vecinos chismorreaban que habían encontrado el cuerpo de una mujer tras los cerros. Nunca supo si era cierto o un chisme de vecinos. Tampoco vio en las noticias nada al respecto. Mientras, los de “acá” -nótese el adverbio demostrativo-, los de esta ciudad, los que estamos alarmados porque la inseguridad ya llegó hasta “acá”, ni siquiera nos enteramos, sin duda, porque el código postal o a qué te dedicas, parece que marca la diferencia en qué tanto vale la vida de una persona para exigir justicia.
Me pregunto si la próxima desgracia, un asesinato, un secuestro, una desaparición, una muerte vial, nos hará estremecer.
@negramagallanes