Qué bien, muy bien no es que estemos, y no encuentro más solución
que ser una más entre las voces rotas, que en cada derrota rompe aún más la voz…
La voz tomada – Nacho Vegas
En nuestro país padecemos diversas opresiones, motivadas por el género, la racialización, la condición de clase, o la expresión de la sexualidad. Tales opresiones son violentas, sea activamente o simbólicamente, y operan en detrimento no sólo del desarrollo colectivo e individual, sino hasta en contra de la preservación de la dignidad, la integridad, y la propia vida de las personas.
Además, padecemos otra tara: la incapacidad de pensar analíticamente los procesos de opresión, y verlos en su dimensión estructural. Esto redunda en: primero, la dificultad de establecer acciones concretas cuando no se puede identificar la estructura, ni dirigir los esfuerzos para modificarla. Segundo, la discusión pública se queda en lo anecdótico o circunstancial y no atiende la raíz del fenómeno.
Se suma otra condicionante adversa: estamos muy limitados en nuestro pensamiento crítico y en nuestra capacidad de empatía. Esto ha hecho que las personas enrarezcan la discusión pública, llenándola de opiniones sesgadas, de juicios a priori, de violencias verbales, de revictimización, de juicios sumarios, convirtiendo la discusión pública en un escaparate de nuestros propios prejuicios de clase, género, o racialidad.
Para afinar nuestra capacidad de análisis de las opresiones estructurales, convendría tener en cuenta dos cosas: la distribución histórica del poder y de la vulnerabilidad social; así como el concepto de interseccionalidad. Lo primero atiende al materialismo histórico dialéctico; al modo en el que en la historia de las sociedades se ha luchado por el poder político, económico y cultural.
Lo segundo, la interseccionalidad, es un enfoque analítico que pondera las capas de factores subyacentes en la desigualdad. Estos factores son biológicos, sociales y culturales; tales como el sexo, el género, la etnia, la clase, la discapacidad, la orientación sexual, la religión, la casta, la edad, la nacionalidad y otros ejes que configuran la identidad de las personas y colectivos.
Explicado de otra manera: históricamente, por poner un ejemplo relativamente cercano, la lucha por el poder ha privilegiado los valores de la cultura blanca, de colonización eurocentrista, capitalista, judeocristiana, y patriarcal. De este modo, podemos entender cómo es la repartición de privilegios. Pero son justamente esos privilegios, o la aspiración de obtenerlos, lo que sesga el juicio y el análisis.
Igualmente, en la intersección de los factores de desigualdad, las condiciones de clase, sexo, género, o etnia, marcan diferencias de facto a la hora de analizar la opresión y la violencia. Por ejemplo, las mujeres son más oprimidas que los hombres; pero el análisis es distinto al cotejo de mujeres blancas de clase alta, comparadas con hombres proletarios racializados indígenas.
Visto así, si nuestra intención es enriquecer la discusión pública para encontrar soluciones colectivas cuando opinamos sobre la opresión y la violencia, habríamos de atender –al menos- a estos factores para el análisis. De otro modo, sólo estaríamos evidenciando nuestra incapacidad para entender los problemas con amplitud y claridad. No sólo eso, también estaríamos enrareciendo el debate con nuestros prejuicios.
Así, en esa incapacidad de análisis, veríamos un problema de “gente buena contra gente mala”. Por ejemplo, matan a mujeres en condiciones atroces, y en nuestra estupidez olvidamos la dimensión estructural del problema, y sólo nos quedamos con la narrativa de lo anecdótico y lo circunstancial de la violencia. Así no vamos ni a entender ni a detener este infierno.
@_alan_santacruz
/alan.santacruz.9