En su libro Dora Bruder, Patrick Modiano se refiere a la geografía en la que vivió aquella muchacha desaparecida. Nombra las calles, parques y tiendas que ya no existen. Luego nombra lo que los reemplazó. Modiano observa la evolución de la ciudad mientras recorre esos rumbos que fueron de Dora y tiempo después de él mismo. Compartieron geografía, pero no nombres. Declara nombres en pasado, como una historia que evita que la memoria se pierda. Una memoria que mezcla presente y pasado, porque cada calle puede ser dos calles y tener diferentes habitantes dependiendo del tiempo.
No lo dice, pero los nombres de las calles tienen su poder, su marca, son ese pequeño lugar en el que vivimos en el pasado. También son los lugares entre los que nos movemos y existimos.
Entre más crecemos más enfocamos nuestra geografía en ciertos lugares. Buscar cosas nuevas puede incomodarnos, aunque muchas veces lo hacemos. Algo de cierto tiene el dicho: Más vale malo por conocido, que bueno por conocer. También aplica para las calles en las que transitamos.
Nombrar calles, dice Alberto Vital, es el último vestigio de poesía que tienen los políticos. Elegir el nombre de una calle tiene algo de místico. ¿Por qué la calle en la que vivimos se llama de esa manera?, ¿quién eligió el nombre?, ¿qué pasa si el nombre cambia?
¿Cuántas personas conocen la historia del nombre de su calle? Me atrevo a decir que ninguna. Cada vez parece que el nombre del fraccionamiento indica el campo semántico en el que se insertan las calles. Si el fraccionamiento se llama Pintores mexicanos, las calles tendrán los nombres de nuestros ilustres pintores. Si el fraccionamiento se llama Jardines, las calles deberán tener el nombre de los diferentes jardines. ¿Qué pasa si se rompe esa nominación? La confusión.
La geolocalización nos marca el lugar exacto (o casi) en el que existimos. Cada día dependemos más del GPS y le creemos las indicaciones. Dejamos de mirar los letreros que indican las calles. Y las calles pueden perder sus nombres.
Los letreros que declaran la calle por la que estás pasando proliferan en cada esquina en Aguascalientes. Son feos: rectangulares, con fondo amarillo y letras negras. Pero son fáciles de reconocer. Puedes ir caminando o en carro y verlos. Puedes indicar “tome esta calle y luego esta otra. Sigue derecho, y cuando pase la calle X dará vuelta en la siguiente que es la calle Y”, y las personas podrán ir viendo dónde están. Saber su ubicación e ir construyendo su mapa personal.
Ahora vivo en otra ciudad y extraño esos señalamientos feos que están en todas las esquinas de Aguascalientes. No recuerdo haber visto un señalamiento que me indica que voy por X calle. No sé dónde estoy a menos que mire el GPS. A veces, ni siquiera las personas de aquí conocen los nombres. Uno de mis amigos me dijo que una de las especialidades de las personas que viven acá es que no saben dar indicaciones. Algo sucede cuando quieren decirte cómo llegar a algún lugar porque las indicaciones dependen de conocer las casas, las paradas de camión, los cafés, los restaurantes. Los nombres de las calles parecen perderse entre los recovecos de los edificios.
¿Qué pasa cuando no hay señalamientos? Nos perdemos, regresamos a la época en la que nos guiábamos por lugares y no por nombres, casi la misma época en la que las personas no nacían en 1912, sino en el año en el que el río se desbordó; no nacían en 1893, sino en el año en el segundo año de sequía. Ver los nombres de las calles afuera del GPS es una necesidad. Es una ironía que la propia tecnología nos haga vivir ese momento del pasado.
Conocer los nombres para mí es importante. Me gusta caminar. Me gusta andar los caminos, las calles, las avenidas, conocer lugares después de perderme. Pero si no sé dónde estoy cuando camino me siento desprotegido. Saber que estoy sobre X calle me da tranquilidad, pues si giro a la derecha llegaré a tal lugar y si giro a la izquierda a otro. Son rutas de escape, aunque luego ni siquiera pueda escapar. También, conocer los nombres de las calles me indica nuevos territorios conquistados. Sin los nombres no puedo presumir el alcance que tienen mis pasos en la ciudad.
Imaginemos una ciudad con calles sin nombres. ¿Cómo la recordaríamos? No podríamos decir: en la calle X hice esto o tal bar estaba sobre la calle Y. No tendríamos referente y parecería que las historias de las calles las debiéramos contar sobre las mismas en una especie de tour personal. “Miren, aquí, en esta calle, di mi primer beso”, “En esa calle, casi al final, vivía mi mejor amigo”, “Si giras a la derecha podrás ver el lugar donde estaba la casa de mis abuelos”.
Las calles fragmentan, permiten pensar la ciudad. No sólo son una herramienta de urbanismo y organización, sino una forma en la que nosotros configuramos los lugares, las geografías. Cada calle es a su vez un río y una frontera. Las cruzamos y estamos en otro lugar. Son las líneas que van dibujando una cartografía personal, un mapa vital de los lugares que hemos visitado y los que no.
Conocer el nombre de las calles es saber, sobre todo, que las hemos sobrevivido. Y en estos tiempos, eso es más que suficiente.