Habitualmente, tras una elección, la legislación electoral se somete a un análisis que permite reconocer sus virtudes y mejorar en sus áreas de oportunidad. De hecho, una buena cantidad de las disposiciones que actualmente rigen los procedimientos que se llevan a cabo en la preparación de la elección, en la Jornada Electoral y en la etapa de resultados y declaratoria de validez surgieron desde la entonces oposición, por la sencilla razón de que, aquellos a los que en su momento no les favoreció el voto de la ciudadanía, alzaron la voz para mejorar los procedimientos, siempre desde dos premisas: proponiendo reformas progresivas y que se mejoraran los procedimientos haciéndolos más equitativos entre los contendientes.
Así nació la credencial para votar, por ejemplo, producto de la necesidad de que las personas electoras estuvieran plenamente identificadas ante las mesas directivas de casilla, y su complemento, la lista nominal de personas electoras, que es el librito que tienen las y los funcionarios el día de la jornada electoral para contrastarlo con la identificación física de las y los votantes. En su momento, una idea innovadora que, al día de hoy, resulta indispensable para cualquier tipo de proceso electoral, me refiero a elecciones e instrumentos de participación ciudadana, que proporciona un padrón electoral confiable, un sistema actualizado constantemente, y que, como lo mencionaba anteriormente, cualquier modificación que se ha realizado, ha sido en el tenor de mejorarlo. ¡Imagine usted si alguien propusiera hacer elecciones sin credencial, donde el electorado se identificara con un simple recorte de papel! Absurdo, ¿no lo cree?
Tras este atípico proceso de participación ciudadana convocado para cuestionar a la ciudadanía sobre la pertinencia o no de la continuidad del titular del poder ejecutivo federal, se dejó entrever la posibilidad de una reforma en materia electoral. ¿La razón? El encontronazo a ojos vistas entre el presidente de la República y la autoridad administrativa electoral y, de rebote, con la autoridad jurisdiccional, desencuentro que tiene larga data y que tuvo reflectores casi todos los días que duró el procedimiento revocatorio.
Podemos estar o no de acuerdo con los argumentos vertidos, pero no debemos dejar pasar por alto que la autoridad se constriñe a su marco legal y no es posible aplicar disposiciones a contentillo de los usuarios, sino que es principio electoral el de brindar certeza a los involucrados en cualquier procedimiento electivo y eso solamente se logra cuando quienes participan en el juego, conocen de antemano las reglas.
La postura presidencial, entonces, es la de modificar la ley, promoviendo desde el poder una reforma que permita que consejerías y magistraturas, del instituto y del tribunal respectivamente, sean “elegidos” (y disculpen las comillas) como si de cargos de gobierno se tratara.
Obviamente el presidente está en su derecho de proponer lo que crea que es más conveniente. Sin embargo, me parece que en este tema, sería un retroceso el hecho de elegir consejerías y magistraturas, en lugar del procedimiento actualmente establecido, que incluye convocatorias públicas, exámenes de conocimientos en materia electoral, formulación de ensayos, entrevistas, selección de ternas y el involucramiento de diversas instituciones que abonan a un procedimiento complejo, sí, pero que garantiza que personas profesionales accedan a estos puestos.
No hay que olvidar que, en sus inicios, la autoridad administrativa electoral nace con esa necesidad ciudadana en lugar de la directriz gubernamental bajo la cual se disponía la organización de las elecciones. Después de la controvertida elección de 1988, se hizo necesario que ciudadanas y ciudadanos, sin que tuvieran necesariamente un perfil partidista visible (que lo tenían, nada menos José Woldenberg fue un destacado militante de izquierda) pero amplios conocimientos en política “representaran” a la ciudadanía, en el entendido de que se trataba de un concepto en contraposición al gobierno. En esa etapa primigenia, se sentaron las bases del actual sistema (por ejemplo con el IFE de Woldenberg, convertido en el paradigma de la autoridad electoral) no obstante que hubo un cambio sustancial en los siguientes consejos al modificarse los consejerías ciudadanas por consejerías electorales.
No solamente fue el cambio de nombre, sino de la concepción del trabajo electoral: ya teníamos una autoridad ciudadana y sólida, pero hacía falta que adquiriera profesionalización, la experiencia que solamente se obtiene con la realización periódica de procesos electorales.
La reforma anunciada (aún sin ser vista) tiene un inicio poco prometedor, al no cumplir las dos premisas básicas en que, a mi juicio, se fundan las modificaciones electorales: ni representa un avance, sino por el contrario, un retroceso a la actual forma de seleccionar autoridades, ni representa una mejora en el procedimiento. Que las consejerías o magistraturas salgan a hacer campaña implicaría tratar de quedar bien con el electorado con tal de ser elegidos, que provocaría una relación que, por hoy, es inexistente. Confiemos en que así permanezca.
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@LanderosIEE