No me queda duda que el anuncio realizado por el presidente de la república en sus ya famosos encuentros matutinos con la prensa el día de ayer, presentando su propuesta de reforma constitucional en materia electoral, manifiesta una idea de cambio que no encuentra sustento en la realidad imperante en nuestro país.
Se dice que tenemos el mejor sistema que nos funciona y que nos podemos dar el lujo de pagar. Ojo, que no se malentienda: ni estoy a favor de que el costo de las elecciones suba ni tampoco estoy diciendo que cambiemos de sistema político. Simplemente pongo en contexto que no tener democracia nos saldría doblemente costoso por todas las implicaciones que ello conlleva.
El presidente en su mañanera del día de ayer, expuso las bases de su iniciativa de reforma electoral que remitirá al congreso para su discusión y eventual aprobación. En ella se consideran, sustancialmente, la creación del Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, integrado por Consejeros elegidos por el voto popular tras la propuesta de las candidaturas por parte de los poderes de la unión, al igual que los magistrados electorales del Tribunal Electoral federal, ya que se propone la desaparición de los organismos locales, tanto administrativos como jurisdiccionales.
Propone también, la eliminación de las diputaciones plurinominales y la reducción del número de personas legisladoras federales y locales, dejando la cámara de diputadas y diputados federal en 300 personas y la de senadoras y senadores en 96, esto es, propone que el principio bajo el cual se elijan sea solamente el de mayoría (pura) en donde el porcentaje que obtenga cada partido sea el porcentaje de miembros que tenga el colegiado. Propone que este principio también aplique para los ayuntamientos en las entidades y los congresos de los estados, a quienes reducirá en su integración en función de la población de su circunscripción.
Por último, propone eliminar el financiamiento ordinario de los partidos y que solamente se les provea de dinero en campañas políticas, reduciendo además los tiempos oficiales en radio y televisión para fines partidistas.
Todas estas apreciaciones reflejan un apresuramiento por sentar las bases de la elección de 2024. Partiendo de la premisa de que las modificaciones eran propuestas por quienes no accedían al poder, y se concedían por quien tenía la mayoría por alguna negociación política, también es cierto que, al menos hasta ahora, todas las modificaciones que se proponían, de alguna manera se hacían con el afán de mejorar los procedimientos electorales.
En este caso es distinto, en primer lugar porque la propuesta la firma el propio presidente de la república, es decir, la perspectiva desde la que se realiza es desde el poder; y, por lo que se puede apreciar, en algunos casos implican un retroceso respecto de las conquistas logradas en beneficio de nuestro sistema democrático. Para muestra, el botón de la representación proporcional.
Sé que muchos de nosotros aún no nacíamos en 1977, pero eso no obsta para estar informados en las condiciones en las que se desenvolvía, políticamente, nuestra nación: veníamos de una serie de movimientos sociales apenas una década atrás, la guerrilla andaba a salto de mata utilizando ese camino anti institucional como vía de escape al no tener alternativas políticas (trato de explicarlo, no de justificarlo) y la hegemonía del partido en el poder daba para tanto que, incluso, en la elección presidencial de 1976 no se presentó la oposición, siendo el candidato oficial el único contendiente en el proceso.
Refiero ese año porque, justamente la reforma política del 77 es la que sienta las bases de la representación política como la conocemos actualmente. Si bien el principio de mayoría en cargos unipersonales de gobierno es el fundamento, en órganos colegiados –como nuestros congresos o ayuntamientos– no se puede permitir que la opción que gane sea la única que se encuentre representada en el gobierno. De ahí la necesidad de la representación proporcional como principio que complementa al de mayoría.
Siempre se ha manejado como mito que, dado que las diputaciones y senadurías que se eligen por el principio de representación proporcional, mediante circunscripciones plurinominales (de ahí que por apodo se les diga “pluris”) no hacen campaña, sino que son designados en función de la votación que obtengan los partidos, sean considerados con desdén, un premio sin haber comprado boleto, o refugio de figuras políticas que no han encontrado un mejor acomodo, también es cierto que buena parte de la culpa de no exigir legisladoras y legisladores de altura recae en nosotros como ciudadanía.
La creación de los diputados de partido obedeció, entonces como ahora, a la necesidad de que diferentes formas de pensamiento se encontraran representadas en los órganos colegiados de gobierno y dejáramos de lado la visión de partido hegemónico. Siempre se ha satanizado la figura, pero pocas veces se ha apreciado su verdadero valor.
Debo reconocer que, en la propuesta de reforma, no todo es malo y hay aspectos que se pueden considerar como avances a efecto de ser discutidos, como pueden ser la reducción al 33% de la participación ciudadana para que el ejercicio de la revocación de mandato sea vinculante, o la modificación a las excepciones constitucionales para difundir propaganda gubernamental, aunque, por la oportunidad de la presentación, parecen haber sido hechas más desde el hígado que desde el corazón.
En fin, la tan ansiada reforma electoral ya tiene cuerpo. Habrá que analizar en las siguientes oportunidades si los pies y la cabeza están donde deben estar.
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