El tiempo muerto de los aeropuertos, siempre es bueno para reflexionar, escribir, teclear. Es raro que entre a esas tiendas de duty free que tienen como único denominador ser más caras que cualquier lugar fuera, prefiero sentarme al amparo de un cafecito para aprovechar en mi hoja en blanco el tiempo; algunas veces tengo la suerte de disfrutar de los salones premier, cuando algún buen amigo me invita (mis tarjetas de crédito no dan para tanto). Y no es que no sea consumista, lo soy por supuesto, pero prefiero mercadolibre o wish.
Antes de partir al aeropuerto, busqué un queso-bola del rojo, estoy en Mérida y no pude resistirme a comer marquesitas a granel, ese postre tradicional de Yucatán que se prepara con queso Edam; dado el precio del queso europeo, en la mayoría de los puestitos que están repartidos en todo el paseo de Montejo, vi una especie de queso rojo que pareciera de marca local. Así que, me decidí a buscar uno. Primero fui a un mercado, ellos siempre son mi parada obligada en las ciudades que visito; es ahí donde encuentras la esencia de lo local, de aquellos que, como yo, son de clase media. No encontré el queso, pero sí caimitos, chiles habaneros y xcatiq; también gran variedad de salsas habaneras; me avituallé con unos platitos de chiles y con varias botellitas, en casa (Marcela mi esposa y yo) somos fans de lo picoso.
Los congresos son perfectos pretextos para fomentar el turismo, mejorar la economía, incentivar que el dinero llegue a todos los sectores. Así que, en cuanto mi compadre Carlos Flores me invitó a un congreso de Larousse ¿Quién se resistiría a semejante evento? He recorrido innumerable cantidad de acontecimientos de esta naturaleza, públicos y privados; comencé a coleccionar los distintivos, hasta que un día ya eran más de cincuenta y hacían mucho espacio, por lo que decidí deshacerme de todos. Tengo un problema con acumular cachivaches, Marie Kondo, estaría muy desilusionada de mí; si a ello le suman que Marce es igual, estamos creando en nuestros hijos una acumulativa tradición, los tilichentos, les digo.
El contraste de las zonas turísticas me encanta, vivimos entre lo tradicional y lo fifi. Ir a Mérida es vivir esto, lo mismo comes cochinita y lechón, que platillos de alta fusión que llevan la tradición a rumbos insospechados. Gracias a esta editorial que nos invitó, pudimos cenar en el restaurante Kuuk, el lechón evolucionó a un prisma rectangular de pierna de cerdo criollo, horneado finamente con un terminado doradito, es-pec-ta-cu-lar. Para rematar nos dieron un postre de ¡estómago de cerdo! llamado castacán.
Estos restaurantes no son mi hit; me parecen caros y en cuanto a comida me gusta probar lo común y corriente, lo que consumen los locales, siempre que acudo a esta clase de lugares saco el viejo chiste, que en realidad es anécdota, en algún lugar de la Condechi pedí algo que se veía apetitoso “Entrecot de cerdo en espejo de guajillo sobre dobladilla de maíz criollo, acompañada con alubias mexicanas estofadas en su propio caldo” Sí, recibí un taco de tortilla azul con chicharrón y frijoles.
Todo congreso se remata con viajes de placer, le dicen turismo académico, parlamentario, burocrático, etcétera. En nuestro caso caminamos mágicamente en Chichén Itzá y nadamos por un lugar místico, el cenote Ik-Kil; no solo es la maravilla del viaje, sino de los nuevos amigos que conocí, Priscila Pérez Gutierrez, Lorena Pérez Gutierrez, Edgar García y María Macias; todos de la familia Cedros; Rocío Caso fue la excelente anfitriona y forma parte de la familia Larousse, de quienes pudimos conocer su excelente sistema de libros. Un congreso que terminó con los mejores resultados. Sin queso, pero contento.