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miércoles, diciembre 17, 2025

La espera y el amor/ La chispa ignorante

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Esperar es un verbo extraño. Lo decimos en su forma activa, pero lo vivimos en pasivo. Esperamos en la fila del banco, en la del agua, en la de la luz o en la del teléfono; esperamos a que den resultados de un examen, de una prueba, de unos estudios. Esperamos y esperamos y la vida se nos va esperando. Vivir no es otra cosa más que esperar.

Habrá personas que digan que ellos no esperan, que ellos aprovechan el tiempo. Alguno leerá un libro en la fila para pagar algún servicio, otro contestará ese mensaje que debió contestar dos días antes, y otro más escuchará el último disco de su banda favorita. Es cierto. Pero no dejan de esperar. La espera sigue ahí, escondida, furtiva, a que se canse del libro, que termine de mandar el mensaje, que se aburra del disco.

Esperar es la hermana menor de la burocracia.

Dentro de toda la tramitología lo que más tiempo nos lleva hacer es esperar. El papeleo es sólo la entrada para obtener el permiso de esperar. Todos esperamos a Godot y no lo sabemos. No lo queremos saber porque queremos un final a todos los trámites. Pero lo único que hay detrás de una espera es otra espera. Los trámites no tienen fin. Cada día se inventan nuevas formas de generar papeleo o se refinan las que existen. Detrás de uno se esconde otro como un juego eterno de matrioshkas.

Einstein tenía razón: el tiempo es relativo. Una espera mirando la pantalla que marca los turnos mientras tenemos nuestro papel con el número impreso es eterna. La pantalla se traba y no avanza. Se burla de nosotros y esconde nuestro turno. Nos desesperamos. Sufrimos de godotismo. El libro, el mensaje, la música son maneras de romper con eso, distraernos de la pantalla que parece oler nuestra prisa y desesperación. Son los mecanismos con los que esperamos más rápido, pero no más placenteramente.

Si no fuera suficiente, a la espera antes la vivíamos con el cuerpo entero, ahora también se concentra en los ojos cuando miramos una pantalla y vemos que dice Loading. Esperamos que se cargue la página, que se descargue la película, a que empiece la canción, a que encuentre lo que le pedimos a Google. Lo digital tampoco es inmediato. Aunque las esperas se acortan, continúan. Cuando se alargan mentamos madre a nuestro proveedor de servicio: es su culpa, su incompetencia nos cambió la espera: de la virtualidad ahora esperamos que nos reparen nuestro servicio.

A pesar de esta clasificación las esperas son diferentes. La concentración de ver que se cargue una página o que se descargue una película nos impide hacer otras cosas. Estamos prestos, mouse en mano, para reaccionar con el siguiente clic ante el cambio en la pantalla. Esa rapidez nos encadena, nos impide hacer otras cosas. Nada nos puede salvar de la espera digital porque es una espera que depende de la tecnología, no de la vida.

De la espera en la vida diaria lo que nos salva es el amor.

Suena cursi, ridículo y fantoche, pero lo sostengo: El amor nos salva de la espera. ¿Qué hacemos cuando esperamos? Nos enamoramos de alguna de las personas que comparte la espera. La espera nos une, nos convierte en algo cercano. ¿Va para el centro? Yo también. ¿También le cobraron más en el recibo del agua? Sí, es un robo. En la espera encontramos coincidencias. Encontramos formas de sabernos acompañados. Eso es el principio del amor.

Enamorarse en una espera es un deporte antiguo, casi tan viejo como la propia humanidad. Todos lo hemos practicado, aunque lo neguemos. ¿Cuántas veces no hemos estado acompañados en la espera por una persona que nos gusta, que nos atrae, que simplemente imaginamos que es la persona perfecta para nosotros y empezamos a hacer una historia en nuestra cabeza, una justificación ridícula de por qué esa persona y tú son la pareja ideal?, ¿cuántas veces no hemos creído habernos enamorado de aquella persona y cuando lo contamos así lo declaramos ante los demás: “hoy vi a una chava tan guapa que me enamoré” o “hoy me enamoré 3 veces en el camión”? Pocas veces el comentario recibe burla, o menosprecio. Todos lo hemos sentido: ese amor pasajero que nos acompaña en la fila o en la parada del camión, que se sienta a nuestro lado y mira con nosotros la pantalla mientras esperamos nuestro turno. También todos sabemos que a pesar de que la historia se desarrolla cual película de Hollywood con todo y final feliz, jamás vamos a hablarle y, tristemente, no la volveremos a ver. Sabemos que esas ensoñaciones, efectos de la espera, un esfuerzo del cuerpo para llevarla mejor, son pasajeras. Pero no nos desagradan. Son esos momentos en los que aceptamos el amor que, aunque momentáneo, existe. No lo esperamos, el cuerpo lo produce, como una droga que se opone a la pasividad de la espera. Nos negamos a ser sujetos pasivos en la existencia burocrática. No queremos esperar más rápido en la relatividad del tiempo.

Quien no se haya enamorado en una espera que tire la primera piedra.

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