De pronto un ruido, un motivo de celebración.
Vienen de frente gigantes de azul, con las bocas llenas de su democracia.
Pero el miedo ha dejado de ser la actitud. Suena en cada cabeza un hermoso runrún:
“Nos quieren en soledad, nos tendrán en común”….
Runrún – Nacho Vegas
Cada sistema político engendra dentro de sí la semilla que arriesga al propio sistema a su destrucción. En los regímenes que funcionan con arreglos más o menos democráticos, esta semilla puede germinar en algo que degenere a la democracia, convirtiéndola en demagogia o populismo; en atomización, idiocia, y apatía cívicas; en autoritarismo, el culto a la personalidad del líder; o, simplemente, en la construcción de realidades alternas y falaces.
Esto no es para nada novedoso. Dado que la historia es el laboratorio de la ciencia política, podemos ver cómo –incluso- desde la democracia primitiva en la Atenas clásica, un arreglo que hemos romantizado como ejemplar para el ejercicio colectivo del poder degeneró en brechas de clase social, y en la condena a muerte de Sócrates. Platón hizo enojosos tratados dedicados a reprochar la injusta muerte de su maestro.
Aristóteles mismo, diciendo cuanto había que decirse sobre casi cualquier tema, anticipó que si no se encontraban límites justos para la forma recta del ejercicio del poder en manos de las mayorías (es decir, la democracia); ésta degeneraría en demagogia; o sea, una forma de ejercer el poder en la que el mando de facto lo tienen pocos, pero se le hace creer a las mayorías que ellas mandan.
¿Cómo opera este mecanismo de persuasión que manipula a las masas mediante la ilusión falaz de que éstas poseen el mando, cuando en realidad sirven a los intereses de una cúpula? Paul Joseph Goebbels diseñó y aplicó estrategias tan macabras como funcionales para la construcción de narrativas sobre el poder, con las que –de hecho- se convenció “personas normales” para que defendieran y propagaran ideas y actos sumamente atroces.
Lo anterior, sólo como ejemplo, porque la construcción de narrativas sucede siempre en la política. Sin embargo, el concepto se ha popularizado en los últimos años. Las innovaciones en la construcción del discurso en campañas electorales han sometido a las plataformas de gobierno a criterios publicitarios y mercadológicos con los que se impacta en las audiencias que son –al mismo tiempo- ciudadanía electora y público consumidor de esas narrativas.
Esto ha implicado un riesgo de retroceso democrático. Conjunto con la velocidad de propagación que brindan los medios digitales en la generación de contenidos informativos, el legitimar o deslegitimar una narrativa se ha convertido en la expresión pública de las nuevas militancias ideológicas. Sin embargo, las narrativas son sólo maneras de relatar los hechos en un discurso político; pero las confundimos con los hechos mismos, y así las defendemos.
En nuestra construcción de la realidad, podemos enfocarnos más en la narrativa que en el hecho. El contexto de las noticias falsas en este periodo de guerra, peste, y confrontación partidista, es un buen laboratorio para comprobar cómo las narrativas construyen realidades no siempre apegadas al hecho. Esto afecta cómo dotamos o no de legitimidad a acciones de gobierno, actores públicos, campañas políticas, movimientos sociales, ejercicios de poder, etcétera.
Si la democracia era la forma de organizar el poder basándonos en la participación comunitaria y equitativa entre personas que deciden con bases racionales; ahora, ni la participación es completa, ni es equitativa, ni las decisiones suceden con bases racionales sino emocionales. Así, las narrativas triunfan sobre los hechos; porque nos emocionan dándonos la falsa sensación de pertenecer, de estar integrados en una batalla ideológica de ellos contra nosotros.
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