La primera vez que escuché su nombre fue en 1992, tras obtener el Premio Nacional de Poesía “Elías Nandino” con mi primer libro de poemas titulado Vagaluz. Supe que junto con Myriam Moscona y Nuria Boldó, Dolores Castro Varela había sido parte del jurado y también una de las benefactoras más importantes de mi vida. Poco después tuve la fortuna de conocerla personalmente en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde” y a partir de ese momento nació una amistad, para mí basada en el cariño, el respeto y la admiración por esta mujer que tanto ha dado a la poesía mexicana. Ella, sin vacilar, me adoptó en su gran corazón con la generosidad que la caracteriza.
De ella aprendí muchas cosas. Por ejemplo, que la poesía es una amante posesiva que requiere de una total entrega. Recuerdo como ella explicaba que la energía poética te toma o te abandona. Y de alguna forma, el poeta se vuelve un instrumento nada más. Recuerdo también su incapacidad para lamentarse y su arrojo para hacerle frente a la vida con todo y los embates que presenta. Porque nuestra poeta, narradora, ensayista y crítica literaria, jamás puso su fe en la muerte. Ni en el pasado. Siempre se situó en el momento presente, es decir, en el único lugar en el que se encuentra la vida, la misma que ella tanto ama y disfruta.
Nacida en Aguascalientes y proveniente de una familia longeva: -su madre vivió más de cien años de soledad y de compañía-, Dolores Castro, con una sonrisa en el rostro, supo salir adelante. Madre de siete hijos, que se dicen pronto pero que son siete, enviudó. Y a pesar de ello siguió escribiendo poesía, cuyo oficio inició en 1947. A Dolores Castro le gustaba escribir desde sus inicios verso libre no rimado pero que tuviera musicalidad y armonía. Trataba, creo yo, de componer sus poemas tomando en cuenta el canto que encierra la poesía. Y también intentaba comprender lo que sucedía en el mundo que le tocó vivir: un mundo terrible pero ante el cual Dolores Castro nunca se rindió. “Ni modo que nos pongamos a llorar”, me dijo en más de una ocasión, contagiándome un poco de su arrojo para aceptar las situaciones tal cual se presentaban. Creo que esta multipremiada poeta es un ejemplo del dicho: “Mejor es ocuparse que preocuparse”. No es que Dolores sea una poeta insensible sino que tiene una gran habilidad para tomar la vida y sus circunstancias comprendiendo lo que sí se puede cambiar y lo que no se puede.
Algo le duele al aire
Algo le duele al aire,
del aroma al hedor.
Algo le duele
cuando arrastra, alborota
del herido la carne,
la sangre derramada,
el polvo vuelto al polvo
de los huesos.
Cómo sopla y aúlla,
como que canta
pero algo le duele.
Algo le duele al aire
entre las altas frondas
de los árboles altos.
Cuando doliente aún
entra por las rendijas
de mi ventana,
de cuanto él se duele
algo me duele a mí,
algo me duele.
Aunque es su poema más conocido, no puedo dejar de citarlo, pues ejemplifica lo dicho anteriormente: una poeta comprometida con su tiempo, de gran sabiduría, de fina sensibilidad y profunda observación. Como una espectadora atestigua el mundo desde una ventana, lo digiere y da cuenta de ello, como si el poema fuera también un espacio para preservar la memoria histórica.
La sangre derramada
Al borde del camino
lo encontramos
el mismo pantalón, la blusa blanca:
sobre su espalda
amapola de sangre.
Llaman de gracia al tiro
que enmudeció su boca,
ahogó su amor
y me dejó baldada.
El estallido
de aquel tiro de gracia
aún retumba
y aúlla en el aire, aúlla.
En este hermoso poema de impecable hechura se encuentra un espejo que traspasa el tiempo y el espacio en el que fue escrito y puede verse el rostro actual de esta tierra mexicana donde la sangre sigue derramándose y el aire continúa aullando.
Dolores Castro nos recuerda que para escribir poesía además de vivir es necesario leer. Leer lo suficiente, dice. ¿Qué será lo suficiente? Todos los días, todas las noches. Abrir un espacio de al menos veinte minutos de lectura concentrada, en silencio, en voz alta.
Este contacto con el descubrimiento de la voz poética tiene el poder de impactar en el lector transformándolo en escritor. Dolores Castro, quien ha dedicado gran parte de su vida a impartir talleres de poesía, explica que el arte poético es un sendero, una ruta llena de luz. Constantemente, ella invita a que los seres humanos se atrevan a recorrerla. Para ella la vida cobra otro significado a partir del momento en el que es capaz de escribir lo que vivió. Según nuestra querida poeta no se debe escribir más que eso: la experiencia vital que es intransferible e irrepetible.
Esta hermosa maestra, nacida en 1923, sabe que el amor está unido al respeto por la vida del ser humano. El reconocimiento del aprecio por la vida se puede dar también en la poesía.
Cito sus palabras: “Creo que quien ama la vida la respeta. Creo que el respeto a la persona humana se ha perdido, no sólo en México, sino en todas partes. Pero cuánto vale una persona humana. Es inapreciable su valor. Así como la vida es inapreciable, uno puede también considerar que la vida de otro es inapreciable. Escribir poesía es llegar no solamente al sueño, a la imaginación, es también llegar a la entraña de lo que significa un ser humano. El ser humano que uno va conociendo a través de lo que escribe y vive, pero también el ser humano que es esta persona, cada uno, y que se va conociendo cada vez mejor, también a través de la poesía. La poesía es para conocer.
Pues sí, yo quisiera decir por todas partes esto porque, a veces, uno se desespera. Muchos se desesperan y recurren a la violencia. La violencia no puede más que engendrar más violencia. Y como decía Francisco de Quevedo en aquel soneto, «Amor constante más allá de la muerte», sólo el amor vencerá a la muerte.”
Esta noble alma para mí es un ejemplo de humildad y sencillez, de maestría y gozo por la existencia, de observación, reflexión y paciencia, virtudes muy escasas en los poetas de todos los tiempos, pero que en ella florecen de manera natural y se desprenden de sus versos los cuales carecen de arrogancia y metáforas decorativas. Sus versos son como el bambú: se doblan mas no se quiebran. Otra de sus virtudes es su congruencia entre lo que vive y lo que escribe. Por todo ello, las letras mexicanas se engalanan con esta mujer que ha sabido navegar por las aguas turbulentas de este siglo sin traicionar sus creencias, apoyando entrañablemente a todos sus estudiantes sin crítica destructiva y con aliento para entregar la aportación individual de cada uno a la poesía.
Por todo ello y al igual que muchos, no puedo más que agradecer inmensamente la vida y obra de esta maravillosa poeta que vivirá por siempre entre las aves, las flores y las metáforas.
Selección de poemas
En el aire un perfume
Abre con gentileza
el aire
una gran cauda de aroma:
toma de aquí el suspiro
de la yerba
que florece,
del retoño
en las ramas,
y el verdor.
Atesora en su cauda
flor y canto
en vuelo por parejas
de pájaros,
abejas zumbadoras
palomas en zureo
y amantes que bendicen
la salida del sol.
El aire vuela
y como que canta,
pero algo le duele:
del aroma al hedor
algo le duele.
La sangre derramada
Al borde del camino
lo encontramos
el mismo pantalón, la blusa blanca:
sobre su espalda
amapola de sangre.
Llaman de gracia al tiro
que enmudeció su boca,
ahogó su amor
y me dejó baldada.
El estallido
de aquel tiro de gracia
aún retumba
y aúlla en el aire, aúlla.
Algo le duele al aire
Algo le duele al aire,
del aroma al hedor.
Algo le duele
cuando arrastra, alborota
del herido la carne,
la sangre derramada,
el polvo vuelto al polvo
de los huesos.
Cómo sopla y aúlla,
como que canta
pero algo le duele.
Algo le duele al aire
entre las altas frondas
de los árboles altos.
Cuando doliente aún
entra por las rendijas
de mi ventana,
de cuanto él se duele
algo me duele a mí,
algo me duele.
Semilla estéril
Si con arrodillarse
cayera de mí la noche
que se cierne sobre mi cabeza.
Si con arrodillarse
esta semilla estéril
se abriera.
Si con llorar
pudiera salir
como los ríos,
al mar.
Hoy me arrodillaría
a llorar sobre la tierra.
Sequía
En espera, tendida como yerba
que apresura su flor en la sequía,
oigo el viento quebrado,
el espiral, la seña.
Quiero decir ahora,
que yo amo la vida:
que si me voy sin flor,
que si no he dado fruto en la sequía,
no es por falta de amor.
Quiero decir que he amado
los días de sol, las noches,
los árboles, el viento, la llovizna.
Siete
1
Salgo de aquel espacio
grávido de sonido, de luz y de sentido,
pero nada recuerdo:
era en la antigua noche de los siglos.
Algo traigo en la piel
-que no pudo lavarme toda el agua
cuando cayó en el barro de mi cuerpo-
y apagará mi sangre lentamente.
Pasarán los ríos,
callarán algún día para siempre.
Nuevos caminos abrirán nuevos caminos,
y todas nuestras vidas,
unidas en un solo luminoso haz,
irán por el camino de único sentido.
Ahí recordaré la exacta fórmula de mi estructura
y sabré de las arcas donde vibran los eternos sonidos
de la muerte, que ya nunca perseguirá mis noches.
De la vida, hilo temporal de mis recuerdos.
Cerraré los ojos y aún correré por las suaves praderas,
me cercarán a veces olores de manzana.
En medio de la paz de este silencio,
contrastarán más bellas las luchas que ahora palpo.
2
Amo, vida, la fuerza cotidiana
en tu raigambre, fruto de ceniza,
y la sed desprendida de la lucha
que has vencido,
al vibrar como fuego en un instante.
Te amaré como agujas de mis huesos
cuando rompan
esta dulce prisión de fuego y carne
y te amaré en la mano que retuvo
la ceniza caliente de otra sangre,
y en lo que fue constante afirmación
de nuestra estancia.
Amo la estancia que será ceniza
pero ocupó su ritmo en el espacio
y acarició la tierra con su paso.
Amo el paso en la tierra:
vértigo que amanece en cada nueva
sensación de tu presencia.
Con los ojos abiertos a tus ansias,
con las venas abiertas a tu savia
que resbale en la hiedra derretida,
te cantaré en el polvo
desde el olvido de mi antigua forma:
en la última fibra de los tallos
en la altura de un árbol, construida
por dolorosa herida de sus vetas.
3
Volverá el polvo al polvo,
caerán desmenuzados los cabellos
como último baluarte de mi cuerpo.
Te esperaré a la orilla,
en los maderos rotos de mi cuerpo.
Al tomarte la mano, pobre muerte,
tan antigua, tan niña,
palpitará en tu sangre
la madura inquietud de cada día.
Romperás secos lazos
recostada en la hierba de tu sueño,
te embriagarás en angustioso canto
de la noche primera.
Te llegará en latidos de mis ansias,
la frescura del agua tan lejana
la voz, y el sonido
de la vida que evita tu llamada.
Y morirás de amor,
del mismo amor que apagará la hierba.
Y morirás de viento y de tristeza,
cuando fría mi sangre
no transmita a tu cuerpo,
el calor que robamos a la fragua.
Y cuando de nosotros
no quede ya en la tierra
más huella que la ardiente de tu estancia,
volveremos al polvo
que al cubrir este canto
lo perderá en la noche de su huella.