“Y vivieron felices para siempre” es tal vez uno de los más grandes clichés de la literatura. Peor aún: uno de los más grandes clichés que nos taladran cuando somos niños. Un final que declara la terminación de todos los conflictos. Ya no hay discusiones, peleas, intrigas, asesinatos, misterios. Todos son felices y ¿para qué contar la felicidad, aquella cosa extraña y mutable que cambia de cuerpo dependiendo de los ojos que la miren? Por eso nos cuentan eso de pequeños: así se acabó la historia, ya no preguntes más.
Los finales nos dan paz. Podrán no resolver dudas o cuestiones sobre la historia que tenemos en la cabeza, pero cierran puertas a las narrativas que vivimos, pensamos, creemos, leemos, contamos o escuchamos. Hay pocas cosas que a mí me perturben más que una historia que no cierra, que se queda a la mitad porque queda la puerta abierta y cualquier cosa, desde un ángel hasta un monstruo, puede asomarse por ella. ¿Qué pasará después? Me acabo preguntando.
Con eso ni siquiera me refiero a la literatura, sino a todas las narrativas existentes. Me molesta si alguien me cuenta un chisme y no me lo cuenta completo o, peor aún, se queda a la mitad y promete terminarlo cuando nos volvamos a encontrar porque odio que me dejen colgado, quiero conocer toda la historia. También pensemos en las cartas: si alguna vez recibimos una carta y esta estuviera incompleta no puedo imaginar otro sentimiento que el desasosiego. ¿Qué pasaría si no hubiera final en alguna historia?
El final nos da ese punto y aparte que necesitamos para cerrar eso que podríamos llamar unidad mental. Tiene un fin práctico y psicológico: podemos enfocarnos en otra cosa cuando cerramos página a una historia. Estas historias pueden ser de cualquier índole: personal, amorosa, traumática, ficticia, periodística. Sin sus finales quedaría abierto un pozo lleno del que no podríamos sacar agua. Tendríamos la necesidad de crear un final, pero ese un problema: nosotros no debemos terminar historias ajenas. Así se hacen los chismes.
No, necesitar un final no es algo artificial. Asimov en su cuento “La última pregunta” narra cómo una pregunta que nace en el siglo XX avanza a lo largo de miles y millones de años antes de ser contestada por la computadora Multivac. La pregunta es sencilla: ¿Cómo se puede revertir la entropía? La entropía es un principio universal que está en todas y cada una de las partículas causando que estas se desgasten y terminen. Entropía es la condena que todos tenemos a tener un final físico. Nada es infinito ni en su extensión ni en su temporalidad. El universo va a acabar. ¿Por qué las historias no deberían tenerlo?
Sin embargo, nosotros somos víctimas de nuestras propias paradojas mentales. A pesar de estar programados para morir, nos resistimos a ello. El final, aunque sabemos que es inevitable, lo rechazamos y buscamos más. Siempre hay un hambre de que las historias se alarguen, se expandan y jamás terminen. Somos víctimas de las historias mediocres que miramos por pura nostalgia de cuando fueron buenas porque queremos saber en qué terminan, aunque sepamos que los buenos van a ganar y la chica se queda con el tipo. Pocas series duran muchas temporadas. Pocas series de libros se alargan al infinito. Extrañamente, los cómics y los mangas existen para alargarse indefinidamente. Si algo es popular, ¿por qué acabarlo? Se preguntan los editores de estas publicaciones periódicas. Y tienen razón: las personas seguirán consumiendo la historia que se convierte en producto porque quieren llegar a ese punto final y poder alcanzar la paz de saber cómo termina todo.
Tan importante es el final que hay pocas cosas que más odiamos que un spoiler. Decir cosas como: “La película acaba así”, “Al final del libro se muere X” o “Al final de la serie rescatan a Z” es invitar al desastre emocional de la otra persona. Nos llueven groserías, mentadas de madre y tal vez, dependiendo de la persona, algún golpe que puede ir desde un ligero empujón hasta una golpiza. Spoilear es asunto grave. Y lo seguimos practicando. En las publicaciones de internet lo anuncian al principio de ciertas entradas y con mayúsculas “Spoiler alert” y estamos advertidos: el que cruce el umbral conocerá parte de la historia, en muchas ocasiones el final. Eso no molesta. Saber que existe ese spoiler es saber que existe el final, alguna parte interesante, un secreto. La única diferencia entre el spoiler y el final es que el primero no tiene toda la historia, es sólo una parte que le arrancaron a la historia (por algo la traducción al español tiene algo de salvaje: destripar) para presentarlo. Y aunque no conocemos la historia, lo podemos entender.
Hay algo raro con los finales. Están ahí, los deseamos, y sin embargo muchas veces lo que más disfrutamos es el camino hasta llegar a ellos. ¿Cuántos finales no nos han decepcionado? Es más, hay personas que son maestras de los finales decepcionantes, un ejemplo de ello es el director de cine M. Night Shyamalan. Creo que sólo su única película con un final bueno es El sexto sentido, las demás son giros de tuerca francamente decepcionantes. También pregunto ¿Quién quedó conforme con el final de series como How I met your mother? No conozco una sola. El camino fue lo mejor. Es más, en el caso de esta última sabíamos cómo iba a acabar: cuando conociera a la madre. Lo importante estaba en el medio. ¿Por qué nos molestó tanto el final?
¿Los finales están hechos para gustarnos? No. Sirven para satisfacer nuestra necesidad de cierre. Esto también aplica en la vida real. ¿Por qué molesta, indigna, desespera que haya personas desaparecidas? Porque las familias no tienen cierre. No pudieron despedirse, no conocen el final de su ser querido. Mientras exista la más mínima posibilidad de que puedan estar vivos, las familias los buscarán. Encontrarlos es conocer su final. Darles un final adecuado.
De ahí que los finales nos dan paz. Nos tranquilizan porque cerramos historias, momentos, libros, capítulos, películas, series. Y luego podemos continuar con nuestra vida, buscando más historias con las cuales nutrirnos. Los finales son una necesidad y un derecho humano.