Hablar de ecología es algo con lo que los niños de ahora están sumamente familiarizados, sin embargo, para generaciones anteriores, la materia no formaba parte de los planes o programas de estudio, el mundo se veía tan grande y fértil de oportunidades para la producción y su manipulación, que incluso, el concepto de cultura, refería directamente a cualquier rastro que la humanidad dejara tras de sí.
Pero dicen que, todo por servir se acaba y así, la destrucción y deterioro ambiental que hemos sembrado en nuestro andar, comenzó a sentirse en la segunda década del siglo pasado y por supuesto, ¡muerto el niño, a tapar el pozo! La ecología surgió para estudiar el equilibrio que deberíamos preservar y dotarnos de respuestas sobre el cómo evitar esos daños desmedidos que hemos perpetrado a nuestra aldea global. Por su parte, el Derecho, también hace su aportación con la creación del derecho ambiental, una rama que solo data de los setentas.
El derecho ambiental surge en un entorno de reconfiguración de los paradigmas jurídicos que dieron base a los Estados modernos y su soberanía. Incluso discute la definición de las personas y sus derechos, sobre la base del individualismo, poniendo en perspectiva la necesaria repercusión de los actos de los unos, como un efecto mariposa que redunda en la afectación de los otros.
Dentro de los relatos hegemónicos que han servido de fundamento para esa supremacía, de la humanidad sobre la naturaleza, que hoy nos tienen en este punto, encabeza la idea de que los humanos poseemos una dignidad especial, ya sea configurada en la idea de que somos a imagen y semejanza de Dios, o en la utopía de superioridad basada en la razón que nos presumimos propia. Cualquiera que sea el motivo, lo hemos extralimitado para sostener que eso nos legitima para usar y abusar de cualquier recurso de la naturaleza, sean animales, plantas o minerales, todo parece dispuesto para nuestro beneficio, el único límite es nuestra voluntad.
Precisamente esa es la coyuntura que el Derecho ambiental genera, puesto que incluye en el mazo de nuestros derechos, la prerrogativa que tenemos para disfrutar de un medio ambiente sano, lo que indiscutiblemente pelea con esa otra posibilidad que hemos gozado de echar mano de los recursos ambientales para nuestro beneficio. No es posible tener ambas de manera desmedida, habría pues, de limitarlas en términos salomónicos, lo que ahora es el principal objeto de debate ambientalista.
Queda claro que, en materia de definir, a los juristas nos va muy bien, decir que tenemos derecho a esto o a lo otro, ha sido un ejercicio en que nos hemos ido especializando poco a poco, sin embargo, en gran medida esos derechos de última generación parecieran más, simples expectativas, que posibilidades reales de acceder al privilegio, en el caso de los ambientales, mucho hay de eso. Falta por definir los alcances individuales de nuestro derecho al medio ambiente sano, para saber a partir de donde nos es factible exigir la restitución del derecho o hasta dónde puedo estirar la liga, sin invadir perímetros ajenos, pues, como dijera Juárez,- entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno, es la paz-. Aunque existen instancias encargadas de vigilar los niveles de esmog y de imponer sanciones a quienes contaminan, parece que la línea entre lo que se puede y lo que no se puede hacer, es tan delgada, que los efectos dañinos en la capa de ozono o el calentamiento global siguen siendo evidentes y crecientes.
El ambiente se presenta ante nuestros ojos incrédulos, como la víctima de este sistema económico- jurídico- político que hemos creado y en el que todos somos dependientes, para bien y para mal, del materialismo y comodidad que nos proporciona, pero también de los daños, que aún no podemos calcular en números reales a largo plazo.
Los esfuerzos ciudadanos, crecientes y persistentes se desarrollan por doquier, las alternativas verdes están presentes en los estantes de los centros comerciales y en miles de tutoriales de youtube y tiktok. Por supuesto la inclusión de estas opciones implica un esfuerzo adicional y en muchos casos una inversión económica importante. Personalmente me he convertido en una fiel embajadora de los pañales ecológicos y las copas menstruales; aunque soy consciente de que la aportación es mínima, lo valioso radica, desde mi perspectiva, en dos aspectos fundamentales, el primero, la generación de conciencia del daño que provoca mi consumo en mí y de manera universal y atemporal en mi entorno y segundo, la posibilidad de asumir que también de algún modo se puede ser un consumidor consciente, selectivo en provocar la menor lesión ambiental y me refiero a menor, porque definitivamente, si pretendemos seguir viviendo cómodamente, con todos los satisfactores a que estamos habituados, es imposible erradicar del todo nuestra marca de devastación ambiental.
La afirmación que la cultura hace en todo momento, en nosotros, nos obliga al consumo irrefrenable y constante y es complejo abatir esta corriente porque está en el aire, socialmente se nos concibe como si fuéramos lo que poseemos, por lo que se hace indispensable ser y en esa medida, encajar con los estándares que la comunidad nos exige. La ausencia de consumo es vista incluso como una conducta indeseable, ser avaro es indeseable, sobre todo, porque se sale de esta cadena de adquisición.
En lo ambiental, como en todos los demás derechos humanos, es la ética y la ausencia de corrupción, lo único que puede de manera definitiva, sentar precedentes en la defensa de nuestros intereses, definitivamente son las potencias industriales y las grandes marcas quienes representan las más ingentes emisiones de carbono en el mundo, y son muchos los beneficiados con las ganancias monetarias que de ello deriva, pero son más, muchos más los perjudicados con los efectos medioambientales.
En tanto no se adhiera a nuestra visión personal, la idea de integración a este único planeta, como la casa de todos, ni los Estados en abstracto se harán responsables de su papel como garantes de nuestro derecho al medio ambiente sano, ni nosotros de la carga que tenemos como garantes de tutelar y respetar en la medida de los posible la huella que vamos dejando a nuestro paso en el planeta azul, la responsabilidad es grande porque consiste en esas pequeñas medidas que a cada cual corresponden, pero porque además, implica exigir del poder político mano firme en a los grandes emisores de CO2.
No podemos desandar el camino recorrido pero sí podemos intentar que los siguientes pasos dejen una huella verde.