Uno de los desafíos que enfrentan las democracias contemporáneas es el de incorporar mecanismos efectivos para que la ciudadanía manifieste su desacuerdo (en caso de haberlo) con las decisiones adoptadas por sus representantes o como resultado de procedimientos institucionales. Existen tanto dispositivos legales (desde el procedimiento electoral mismo hasta la figura del referéndum y las ‘consultas ciudadanas’) como formas socialmente aceptables y pacíficas de violar ley (e.g., diversas formas de ‘desobediencia civil’, como manifestaciones o protestas) para exteriorizar discrepancia con las disposiciones adoptadas por los representantes electos o las decisiones mayoritarias. No obstante, la efectividad de tales mecanismos puede ser dudosa cuando la partición ciudadana es escasa participación ciudadana. [Considérense, e.g., casos en los que sólo participa de manera efectiva un pequeño sector de la población.] En tales situaciones, suele simplemente asumirse que los sectores de la población que no se manifiestan consienten o aceptan tácitamente los fallos mayoritarios o los decretos de sus gobernantes. Sin embargo, esto puede generar toda clase de injusticias (entre ellas, cierto tipo de injusticias epistémicas), por diversas razones.
Suele asumirse que la ausencia de una reacción manifiesta ante una declaración pública indica que esta declaración ha sido aceptación o genera consentimiento. Sandford Goldberg ha esbozado una manera de “introducir cierto orden teórico a la mezcolanza de casos y veredictos intuitivos” en los que está involucrada esta suposición. Sostiene que los participantes de una conversación tienen derecho a suponer que el silencio de una audiencia frente a una aseveración observada indica su aceptación; no obstante, tal suposición puede ser socavada, bajo ciertas condiciones. Una consecuencia de un principio como el anterior es que, si una audiencia rechaza una aseveración, se encuentra prima facie bajo cierta presión normativa: debe indicar explícitamente su rechazo.
Consideramos que algo como el marco teórico que ofrece Goldberg puede brindarnos una mejor comprensión descriptiva del fenómeno al que aludíamos inicialmente: en casos en los que se asume un amplio consentimiento social, en ausencia de un rechazo explícito. En ese sentido, este andamiaje también podría ser útil como guía normativa (y prescriptiva) para evaluar cuándo tal suposición no está justificada y de qué maneras podrían evitarse algunas de las injusticias a las que puede exponernos este aspecto de nuestra práctica de hacer aseveraciones y reaccionar ante ellas.
El principio esbozado por Golberg podría enunciarse así: “Hay un derecho predeterminado (socavable) a suponer que el silencio de una audiencia frente a una aseveración observada indica la aceptación de dicha aseveración”. Puede ofrecerse alguna evidencia descriptiva en favor de este principio. Existe, por ejemplo, (1) evidencia histórica textual, consignada en proverbios populares, ejemplos recientes: “El que calla otorga” [“Quien permanece en silencio, cuando debería haber hablado y era capaz de hacerlo, se considera que está de acuerdo”]. Esto sugiere que se trata de una suposición que de hecho hacemos habitualmente y que se encuentra integrada a nuestra práctica conversacional. Por otra parte, puede ofrecerse (2) una explicación psicológica razonable de por qué nos guiaríamos por un principio así: cognitivamente la aceptación parece ser la opción por defecto (pues, e.g., propicia eficientemente la coordinación de creencias, con el mínimo esfuerzo).
Este principio también puede ser respaldado normativamente. En la explicación de Stalnaker de nuestras prácticas conversacionales asertóricas: “Hacer una aseveración es reducir el conjunto del contexto en una manera específica, siempre y cuando no haya objeciones de los otros participantes en la conversación… El efecto esencial de una aseveración es cambiar las presuposiciones de los participantes en la conversación añadiendo el contenido de lo que se asevera a lo que se presupone. Este efecto sólo se evita si se rechaza la aseveración”. De este modo, el ‘efecto esencial’ de la aseveración es modificar el contexto conversacional, si no se manifiesta abiertamente su rechazo. Si asumimos, como sugería Grice, que las conversaciones son esfuerzos cooperativos, el silencio (la ausencia de rechazo) ante una aseveración debería considerarse como aceptación, ya que no manifestar el rechazo sería de poca ayuda para conseguir los objetivos del intercambio.
Sin embargo, es importante notar que existen situaciones en las que este principio es socavado. Mencionaremos algunas. Este principio no se sostiene cuando resultaría demasiado complicado para la audiencia indicar su reacción a quien hace la aseveración (e.g., cuando la comunicación va en una sola dirección). Algo similar ocurre cuando sería inapropiado (cuando opera alguna norma de “guarde silencio”). El principio también se desactiva cuando manifestar su rechazo tendría serios costos para la audiencia (e.g., pondría su vida en peligro). Además de estas situaciones, no opera un principio como este si el asunto bajo discusión se considera demasiado trivial, de modo que no vale la pena siquiera debatirlo. Asimismo, tal principio se encuentra en suspenso en la amplia variedad de casos en los que la audiencia es “silenciada” por alguna forma de opresión (e.g., por sexismo o racismo). Como puede apreciarse, la aplicación irrestricta de un principio conversacional como “quien calla, otorga”, nos expone a toda clase de injusticias (epistémicas) hacia otras participantes de la conversación, hacia la hablante, hacia quien permanece en silencio.
Si asumimos, como han sugerido Austin y Grice, que el habla es un cierto tipo de acción, debemos reconocer que quien hace aseveraciones daña (o corre el riesgo de dañar) a una audiencia al hacer afirmaciones injustificadas. La audiencia silenciosa de tales aseveraciones también daña (o corre el riesgo de dañar) a otras participantes de la conversación al hacer que se inclinen a operar bajo falsas suposiciones (sobre las creencias o actitudes de la audiencia hacia el contenido de una aseveración). Si nos guiamos por un principio normativo general de no dañar a otras a sabiendas ni arriesgarnos a hacerlo de manera imprudente o negligente, debemos ser cuidadosas en el discurso público. De maneras que a menudo no son reconocidas, en este contexto confluyen muchos de los factores que deberían hacer inoperante el principio de que “quien calla, otorga”.
mgenso@gmail.com