Hablar de la democracia, y a eso me he referido en otras ocasiones desde este mismo espacio, es hablar de una dualidad en tanto se puede hacer referencia a una forma de gobierno, como a una forma de vida. Esa relación, que además es indisoluble, se manifiesta de diversas maneras: por un lado, la democracia en la que vivimos se refleja, entre otras cosas, por la manera en que elegimos a las personas que nos gobiernan; por el otro, se encuentra representado por las libertades de las que gozamos al vivir en un estado de derecho.
Hemos hablado, también, de que hay un tránsito de la democracia electiva a la democracia participativa dado que, en estos tiempos, ya está muy aceitada la maquinaria electoral. Al transitar por elecciones periódicas (y afortunadamente pacíficas) las autoridades electorales, partidos políticos, medios de comunicación y ciudadanía, se han vuelto expertas en lo que a la organización conlleva. Reflejo de ello, paradójicamente, es que ya no causa tanto impacto (sino que muchas veces molestia) el hecho de salir sorteado para integrar al funcionariado de casilla. La ciudadanía se ha convencido de que el fraude electoral es imposible al interior de los centros de votación y confía tanto en la autoridad organizadora que, desde mi percepción, se ha replegado en su participación, sumándole a tal condición, el hartazgo por el hecho de que tenemos elecciones un año sí y el otro también.
Pero esa situación en específico se compensa cuando tenemos una base votante que, al menos en la última elección, creció sustancialmente con respecto a procesos electorales anteriores. Es decir, la gente se muestra más participativa en ese sentido, porque entiende la importancia de salir a votar el domingo de elecciones. Se informa más y mejor, y exige a las autoridades que se encuentran ya en el cargo. Eso representa un escalón más en el espectro democrático, tratando de llegar a ese espacio de deliberación ciudadana en que se toman decisiones colectivas, que es el ideal de la democracia.
En esos términos del ideal democrático, pareciera entonces que nunca llegaremos a vivir en una democracia absoluta, y temo decir que eso es verdad. Me explico: se piensa que la democracia es el destino, el lugar al que habremos de llegar para estacionarnos y contemplar el bello paisaje que se nos presenta; sin embargo no es así. La democracia, en todo caso, es el camino por el que transitamos para llegar a ese utópico lugar, y lo interesante es ir viendo el paisaje por la ventana. Con sus subidas y bajadas, y los tramos en construcción.
De hecho, en estas últimas semanas causó revuelo la presentación de un informe por parte del semanario The Economist, que refiere al Índice de Democracia. Hay que poner esa situación en contexto: existen varios estudios en la materia, sobre todo partiendo del hecho de que su objetivo es medir más allá de que existan las condiciones para celebrar elecciones como fundamento de la democracia de un país. La premisa que siguen es, entonces, que no porque un régimen se ampare en que el gobernante ha sido electo mediante voluntad popular, se vive dentro de una democracia plena.
En todo caso, se revisan otras condiciones que, si bien comienzan con el proceso electoral, dan cuenta si existe una oferta plural que permita a la ciudadanía tener diversas opciones para decidir en ese proceso electoral; cómo funciona el gobierno; qué tanto se garantiza la participación política e, incluso, qué tanta cultura política y libertades civiles se encuentran en ese territorio durante el año en que se mide. La clasificación teórica que evalúa a los países va desde un régimen autoritario, pasando por un régimen híbrido, una democracia defectuosa, hasta una democracia plena.
La región latinoamericana se encuentra en un estancamiento desde hace algunos años, que se ha agudizado por la pandemia que nos asola. En este índice al que me refiero, durante 2021, Costa Rica y Uruguay alcanzan el parámetro de democracias plenas, seguidos de una mayoría de 18 países con democracias defectuosas o regímenes híbridos, y cuatro regímenes autoritarios: Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela.
Sin perder de vista que índices como al que hago referencia, son puramente teóricos y engloban más cuestiones que la organización electoral, nos deben servir de referencia. Sobre todo porque los valores publicados por el semanario londinense coinciden con otras investigaciones teóricas que más o menos tienden a calificar la democracia a partir de estas referencias de calidad de participación ciudadana, libertades y estado de derecho.
No vamos mal en el aspecto de tener una autoridad electoral autónoma que, cada vez más profesionalizada, organiza más y mejores elecciones, pero no dejemos de construir nuestra realidad democrática en los otros aspectos de participación ciudadana, respeto a las garantías y derechos humanos, estado de derecho y respeto a las instituciones, que en evaluaciones posteriores nos dirán si, efectivamente, vivimos dentro de la calidad democrática que esperamos.
/LanderosIEE | @LanderosIEE