La ciudad es un engranaje que permite la organización espacial de las actividades humanas, es un orden o debería de ser un orden que se establece a partir de decisiones políticas, económicas, sociales y culturales.
Las ciudades, tal cual las concebimos, son un conjunto de espacios físicamente delimitados donde confluyen las actividades humanas. Como se mencionó confluyen diferentes formas de existir y ser en el espacio. Sin embargo, no todos podemos disfrutar y acceder a todos los espacios ya sea por limitaciones físicas, por limitaciones económicas o bien porque ciertas áreas y zonas de la ciudad están restringidas en su uso y disfrute por aquellos grupos sociales con mayores recursos económicos. Pensemos en espacios públicos que ahora son utilizados por comercios y servicios para ofertar sus productos y que solo aquel que puede pagarlos accede a ellos. De igual manera sucede en ciudades costeras o a pie de mar, donde las playas se ven restringidas en su uso y disfrute por aquellos usuarios que pueden pagar su estancia en los lugares que utilizan la franja costera para sus visitantes.
Bajo esta idea es que en 1968 Henri Lefebvre pone a discusión y construye un concepto que nuevamente hemos traído a la agenda urbana “El derecho a la ciudad”. Para este autor el derecho a la ciudad es un concepto que se construye con la idea de abatir las desigualdades creadas por el modelo económico capitalista y neoliberal, modelo que postula que el acceso y disfrute de los diferentes bienes y servicios de la ciudad pueden darse siempre y cuando pagues por ello.
Lefebvre esperaba que este modelo de ciudad capitalizada se transformara y cambiara a partir de los movimientos sociales de las clases populares, esperando que la clase obrera en su hartazgo de tener bajos niveles de acceso y calidad de vida terminaran por apropiarse de la ciudad y de todo aquello que la constituye para al fin poder abatir las injusticias sociales y espaciales que ya caracterizaban a la ciudad de esa época.
Años más tarde, David Harvey retoma el concepto del derecho a la ciudad para seguir aportando y discutiendo acerca de las desigualdades socioterritoriales mostrando que la ciudad esta diseñada y urbanizada con una “lógica de clase”, donde el espacio sigue mostrando una organización de actividades humanas de acuerdo al discurso e ideología que implementa la clase dominante la cual toma las decisiones que construyen y consolidan a las urbes.
Sin embargo, se piensa y se cree que la ciudad es de todos, porque todos somos sus usuarios y habitantes; pero en la realidad no es así. Si seguimos los aportes de estos teóricos esperaríamos una revolución urbana que termine por erradicar la lucha de clase en la que estamos inmersos, un movimiento social que nos permita la apropiación de los diferentes espacios, su uso de manera individual y colectiva donde todos podamos acceder a los comercios, servicios y equipamientos existentes estén localizados donde estén localizados.
En la actualidad esta nueva discusión y movimiento que pretende poner en la agenda política el derecho a la ciudad, sigue mostrando que no todos tenemos acceso a todos los espacios, que las desigualdades también se expresan en el uso y distribución de los diferentes equipamientos, comercios, servicios, etc. existentes en las ciudades.
Para ejemplificar esto utilizaré a un espacio al cual deberíamos tener acceso todos porque son espacios públicos y no privados, se trata de las áreas verdes y las plazas públicas, y aunque pareciera que el acceso a estas zonas no está restringido, no son vividas y disfrutadas por todos los habitantes de la ciudad de la misma manera. No se vive y disfruta de igual forma una plaza pública situada en el centro histórico de la ciudad que una ubicada en la periferia de la urbe. Mientras la primera suele recibir todo el mantenimiento y limpieza posible para que su estado permanezca intacto, una plaza pública en la periferia normalmente está degradada y en malas condiciones debido a que su uso se restringe casi siempre a los habitantes cercanos a ella. Si a esto le sumamos que dicha plaza suele ubicarse en zonas donde viven los pobres urbanos, su estado físico será aún más degradado que una ubicada en el centro de la ciudad.
Así cuando hablamos de la ciudad, y nos cuestionamos si la ciudad vista como un todo es para todos y puede ser utilizada por todos, nuestra respuesta sería contundentemente que no. Lefebvre y Harvey son sólo algunos de los autores que han mostrado la ciudad desigual, ciudades y asentamientos concebidos y construidos así desde los inicios del sedentarismo, lo cual ha creado patrones que seguimos usando e implementado en la actualidad. Citaré a dos ejemplos más que nos permiten observar dichos actos: la Zona Metropolitana de la Ciudad de México y la Zona Metropolitana de Guadalajara.
En el caso de la Ciudad de México históricamente ha albergado a las personas con mayores recursos en el oeste y sur, y al norte y este a las personas con ingresos más bajos. La localización por estrato económico y condición de clase en Guadalajara se mantiene a lo largo del tiempo como en la Ciudad de México, los individuos con mayores ingresos se han localizado hacia el oeste de la ciudad y hacia el este se han asentado las personas con menores ingresos. En ambos casos también se muestra una distribución desigual de los equipamientos, comercios, servicios no sólo en cantidad sino también en calidad.
Nuestra discusión acerca del derecho a la ciudad no sólo es un aporte teórico, es también un movimiento reivindicatorio que pretende mostrar las desigualdades urbanas abonando a la ya tradicional discusión sobre el derecho a la vivienda, a un medioambiente sano, pero también mostrar el derecho que tenemos todos acceder y disfrutar de manera equitativa a todos los espacios de la ciudad.
Pero ¿qué requeriríamos para ejercer plenamente nuestro derecho a la ciudad? Quizá como ejercicio de construcción de ciudadanía bastaría con aceptar que hemos reproducido las desigualdades urbanas ejerciendo la violencia simbólica, esa violencia a la que Pierre Bourdieu llamaba “soterrada” porque está tan imbricada en los seres humanos que no hemos percibido que somos nosotros los que la reproducimos cuando no permitimos el uso y disfrute de todos los espacios a todos los habitantes de la ciudad. Por tanto, nuestra clase social, nuestro color de la piel, nuestro nivel de ingreso, nuestro nivel de escolaridad, nuestro sexo, nuestras preferencias sexuales no deberían de ser utilizadas para diferenciarnos y mucho menos limitativas para vivir las ciudades. Corresponde al Estado y a sus ciudadanos construir nuevos modelos de hacer ciudad, pero también aceptarlos y vivirlos a cabalidad.