Las ciencias cognitivas nos dicen que los animales humanos pensamos gran parte del mundo, de nuestra realidad, a partir de metáforas, las cuales suelen usarse de manera inconsciente. Estas metáforas conceptuales tienen una incidencia determinante tanto en nuestra manera de pensar como de actuar. Por ejemplo, seguimos pensando a la sociedad a partir de la metáfora contractualista: hablamos de un contrato social, incluso si no hemos firmado literalmente nada que nos haga formar parte de la vida en comunidad. No obstante, Mary Midgley, la sutil y elegante filósofa británica, consideraba que podemos modificar dichas metáforas para que sean más funcionales, justas y apropiadas. Ella misma cuestionó la metáfora del contrato y sugirió que causaba múltiples injusticias (¿qué pasa con todas las personas, incluso animales no humanos, que damos por sentado que no forman parte del contrato?). La tarea de examinar esas metáforas y someterlas a escrutinio y evaluación le correspondía, pensaba Midgley, a la filosofía. Así, la filosofía sería un trabajo de fontanería conceptual.
La argumentación, por su parte, la hemos pensado siempre -al menos en Occidente y desde los antiguos filósofos griegos- a partir de una metáfora bélica: argumentar es una guerra. Así, en nuestros diálogos, debates, conversaciones y charlas argumentamos buscando ganar a nuestras interlocutoras e interlocutores. No lo hacemos porque argumentar sea de suyo una batalla o una confrontación, sino porque pensamos esa actividad cotidiana a partir de una metáfora que, pienso, resulta casi siempre inapropiada. Es por la metáfora bélica que opera tras bambalinas en nuestro aparato conceptual que solemos argumentar de manera combativa y adversarial. Pero nada hay de suyo en la práctica de dar y recibir razones en favor de nuestras creencias que implique necesariamente una reyerta dialéctica o retórica. Por el contrario, argumentar es una tarea que se realiza mejor cooperando: buscando con quienes lo hacemos las mejores razones disponibles y adecuando nuestras creencias a ellas.
A pesar de que pienso que urge modificar la metáfora bélica a partir de la cual pensamos la argumentación y argumentamos, en ocasiones resulta inevitable comportarse de manera adversarial. A veces, por desgracia, no queda más que intentar la victoria en la conversación. Pero este tipo de adversarialidad no deja de ser cooperativa. Trataré de dar sentido a esta paradoja aparente usando un ejemplo actual y relevante.
¿Cómo argumentamos con negacionistas? Pensemos en las personas que niegan el cambio climático antropogénico, en las y los antivacunas, y en todas aquellas maneras de negar conocimiento sólidamente apoyado por la evidencia. El negacionismo no es sano escepticismo, aunque busque apoyarse en una actitud de duda razonable. El escepticismo es parte medular de la actitud científica -no apoyar ni suscribir ninguna creencia que no haya pasado el duro escrutinio de las y los pares, y que no esté apoyada por la evidencia-, pero los negacionistas más bien cuestionan la naturaleza de la evidencia y el cómo la obtiene la comunidad científica. En el negacionismo es una forma de credulidad rampante: por ejemplo, no se confía en los ensayos clínicos, pero sí en teorías de la conspiración extraídas de lugares poco confiables. El negacionismo clausura toda actitud crítica, por lo que resulta imposible dialogar cooperativamente con quienes lo suscriben.
Así, ¿resulta viable argumentar de manera cooperativa con negacionistas? No lo creo. Las razones son diversas, pero todas se vinculan de una u otra manera con el hecho de que no están en disposición de modificar sus creencias ante mejores razones que las suyas. De manera adicional, no comparten creencias fundamentales ni los métodos racionales para resolver disputas con nosotras y nosotros. Así, lo que queda, es buscar el menor mal: adoptar una actitud adversarial. Consiste pues en maniobrar como oponentes de nuestras y nuestros interlocutores, aunque no sea lo ideal. ¿Es ésta una actitud no cooperativa? No lo es con ellas y ellos, pero lo es con la sociedad en su conjunto. No todas las creencias disparatadas son como aquella en la Tierra plana, que no hace daño a nadie más que a la inteligencia de quienes lo creen. Muchas hacen mella en el bien común y matan personas. Quienes no vacunan a sus hijas e hijos, quienes tratan enfermedades graves con medicinas “alternativas”, quienes diseñan políticas públicas a partir de sus absurdos, ponen en riesgo la vida de personas. La manera de cooperar es ganarles, por lo que la paradoja desaparece. Contra estas personas hay que hablar claro y fuerte, como lo hicieron miles de científicas y científicos en el Manifiesto europeo contra las pseudociencias: “Seamos claros: las pseudociencias matan. Y no solo eso, sino que son practicadas con impunidad gracias a leyes (…) que las protegen. Matan a miles de personas, con nombres y apellidos”.