La duración de la pandemia y la necesidad de volver a la normalidad impulsan a buscar las mínimas certezas y a bajar nuestros estándares en búsqueda de las palabras que nos brinden esperanza de que esto tendrá fin, en la medida en que se prolongan las restricciones nos conformamos cada vez más con menos, aceptamos cualquier frase dicha por quien sea, si nos indica que el fin está cerca; preferimos abandonarnos a esa irresponsabilidad antes que usar, otra vez, el criterio.
A lo largo de dos años se nos ha advertido de los peligros de la infodemia relacionada con el coronavirus, que sólo debemos acudir a fuentes certificadas para informarnos sobre la enfermedad, sus posibles tratamientos y las medidas que se deben tomar; en paralelo, todos los días somos bombardeados por grupos que politizan esa información para promover sus agendas; cada vez se hace más difícil escuchar con claridad el mensaje correcto que ayude a transitar hacia adelante.
Además, todos los días se estrecha el cerco que afecta nuestro juicio porque se relaciona directamente con nuestros sentimientos, no pasa un día sin que los contagios y los muertos se acerquen al círculo de los que queremos, a los que amamos; cada vez el riesgo de la enfermedad toca más cerca a los nuestros, y aún no hemos resuelto cómo hacer que las palabras y gestos de antes funcionen para el ahora para así resignificar el ofrecimiento de estar para quien se contagió, para ayudar y servir a quien sufrió una pérdida o, algo tan simple, tiene miedo.
La pandemia ha debilitado nuestro criterio y ya a cualquier cosa le asignamos el valor de información, al grado de permitir la irresponsabilidad de las autoridades de calificar a la variante ómicron como un covidcito que se cura con paracetamol, Vaporub y caricias; queda claro que los gobernantes tienen como obligación no generar pánico, pero hay una brecha enorme entre eso y desestimar la gravedad del contagio, así como ocultar información o señalar que se tiene otros datos.
El cerco se estrecha y el miedo es mayor cuando toca a los nuestros, esa está siendo nuestra mayor debilidad.
Coda. En Macbeth, Macduff le pregunta a Rosse sobre el estado de Escocia, así le responde:
¡Ay, pobre país!
Se diría que teme conocerse.
Ya no puede llamarse madre nuestra,
sino nuestro sepulcro;
donde nada, sino el que nada sabe,
se mira sonreír alguna vez,
donde los suspiros, los lamentos y los gritos
que desgarran el aire, pasan inadvertidos;
donde el dolor violento
se ve como emoción vulgar; donde la gente
oye tocar a muerto sin preguntar por quién:
y donde fenece la existencia de los buenos
antes que las flores de sus gorras se marchiten,
porque mueren antes de enfermar.
@aldan