Una veintena de pequeñas comunidades rurales y rancherías de los municipios limítrofes con Jalisco y Durango, en la Sierra Madre Occidental, han sido ocupadas y son gobernadas de facto por los cárteles de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación, que expulsaron a cientos de familias de sus hogares y parcelas.
El gobierno federal respondió con el despliegue de soldados y agentes de la Guardia Nacional en el municipio de Valparaíso, pero a decir del alcalde, Eleuterio Ramos Leal, esos operativos no frenan al crimen organizado, por lo que pide al gobierno de Andrés Manuel López Obrador que revise la estrategia, la cual “lejos de disminuir el fenómeno de violencia, se ha ido incrementando; hemos visto en últimas fechas secuestros, extorsiones, robo, muerte, exclusión y desolación”.
Asediadas por el estruendo de la metralla, el despojo de su patrimonio, los asesinatos y secuestros de sus parientes o vecinos por los grupos armados, cientos de habitantes buscan refugio en las cabeceras municipales de Valparaíso, Jerez y Tepetongo, o de plano en otras ciudades del país, además de los que emigraron a Estados Unidos.
Desde los primeros meses de 2021 las comunidades serranas de Valparaíso que colindan con Jalisco, Durango y Nayarit estaban rodeadas por los grupos armados. A partir de junio los narcotraficantes incursionaron violentamente en esos poblados y convirtieron sus calles, caminos de terracería y parcelas en campos de batalla o en sus guaridas.
El 1 de noviembre unos 30 hombres con armas de grueso calibre irrumpieron a bordo de camionetas en El Romerillo del Sur, una de las 213 comunidades valparaisenses.
“Traían a dos de nuestros compañeros; (se los llevaron) cuando andaban tumbando maíz en la labor, los golpearon y los interrogaron, después los llevaron al rancho para que les indicaran las casas donde había camionetas… se las empezaron a robar”, narra un campesino de la localidad.
Al día siguiente los militares se enfrentaron a ese grupo armado en los alrededores del pueblo y liberaron a los dos agricultores. “En la tarde-noche (del Día de Muertos) los soldados llegaron al rancho a alertarnos de que dejáramos las casas porque corríamos peligro. Los hombres armados habían corrido para los cerros, pero, nos dijeron, podían volver más noche o al día siguiente”.
La familia de ese campesino y otras 55 abandonaron las comunidades de El Romerillo y Las Atarjeas para refugiarse en la cabecera municipal de Valparaíso, 138 kilómetros al poniente de la capital del estado.
Después de dos días regresaron al rancho acompañados por militares y sorprendieron a los civiles armados “saqueando las viviendas, robando comida, cobijas, cosas de cocina, todo lo que les servía y lo que no se llevaron; lo dejaron todo destrozado… querían instalarse afuera del rancho, ya tenían un tipo campamento… y se hizo un tiroteo entre los militares y esa gente”.
A partir de entonces las familias viven desterradas. El campesino entrevistado habla con Proceso vía telefónica a condición de que no se revelen su nombre ni su ubicación actual.
Historias como esta se repiten en otros poblados de Valparaíso. Grupos similares invadieron los primeros días de noviembre las comunidades de La Florida, La Pila de las Oscuras, El Salto y La Cañada, obligando a sus pobladores a abandonar sus hogares, su ganado y sus parcelas en plena época de cosecha. Una semana más tarde hicieron lo mismo en las localidades El Potrero de Gallegos y Palmitos.
“A mi primo se lo llevaron esos malvados. (El 12 de noviembre) al mediodía llegaron esos hombres armados a su casa en Purísima de Carrillo. Él y su esposa les dieron de comer: elotes, queso, tortillas, lo que tenían; están jodidos, como toda la gente de ahí, que son gente mayor. Pero ya en la noche lo sacaron por la fuerza y a todos los hombres se los llevaron. No sé si era el mismo grupo de malvados o era otro”, dice otro hombre que pide mantenerse en el anonimato.
“Lo mismo –prosigue– pasó en la comunidad de al lado, El Infiernillo. Ahí vivían tres familias; se llevaron a los hombres y tres kilómetros más adelante, subiendo, en La Estancia, levantaron a todos, hombres y mujeres. Se los llevaron a la sierra. Allá les dieron una joda y luego los soltaron. Mi primo ya regresó, dicen que estaba muy golpeado.”
La Fiscalía General de Justicia del Estado emitió una ficha de búsqueda por la desaparición de Miguel González Barrios, de 59 años. Pero la mayoría de las desapariciones no fueron denunciadas formalmente. “No sabemos por qué se lo llevaron; dinero no tenía, y hasta ahora no aparece”, lamenta su primo. La esposa del desaparecido abandonó su hogar en Purísima de Carrillo, como lo hicieron a medio mes de noviembre otras familias en las comunidades San Martín, Santa Ana de Arriba y Santa Ana de Abajo.
Los campesinos Carmelo Fernández, de 79 años, y Salvador y Eutimio Herrera –padre e hijo, de 89 y 60 años, respectivamente– fueron privados de su libertad el sábado 4 por un grupo de pistoleros. Tras varias horas de angustia, porque desconocían su paradero, sus familias recibieron, el domingo 5, la noticia de que los militares los habían encontrado muertos en una terracería a las orillas de la comunidad San Martín. Sus asesinos nunca pidieron rescate.
El triple homicidio hizo huir a las pocas familias que quedaban en Peñitas de Oriente y La Loma de San Cruz. Ya desde el 28 de noviembre unos 500 pobladores habían salido de ambas comunidades, lo mismo que de Vicente Escudero, El Mirador, Maravillas y El Chilar. Buscaron resguardo en la cabecera municipal.
El alcalde de Valparaíso confirma que en el ayuntamiento tienen conocimiento de tres familias que solicitaron refugio en Estados Unidos, sin éxito. Uno de los campesinos entrevistados por Proceso da cuenta de que las familias de los integrantes de su comunidad, a quienes secuestró un grupo armado y liberaron los soldados, también pidieron asilo en ese país: “Después de mucho papeleo en la entrevista, se los negaron, que no eran candidatos”.
Además, migrantes zacatecanos originarios de estas comunidades tomadas o sitiadas por el crimen organizado han cancelado la tradicional visita de la temporada decembrina. “Esperábamos con muchas ganas a nuestros familiares que vienen de Estados Unidos, pero les decimos que mejor no vengan”, dice una mujer que antes de la ola de violencia esperaba la visita de sus hermanos después de dos años de no verlos.