En 1854, Dostoyevski fue enviado a Semipalatinsk, al sur de Siberia, un pueblo de seis mil habitantes rodeado por el desierto. El escritor vivió en una habitación amplia, pero ocupada sólo por una cama, una mesa, un arcón y un espejo. Se hizo amigo del joven fiscal del pueblo, Alexandr Yegorovich Vrangel, quien le apoyó y solía conseguirle libros. Con el tiempo se convirtieron en compañeros de estudio, aunque en sus memorias Vrangel no menciona el libro que leían. László Földényi, uno de los intelectuales húngaros más relevantes en la actualidad, elige en su imaginación dicho libro para realizar una especulación brillante en su ensayo Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar.
Como se habrá de sospechar por el título del ensayo de Földényi, el libro elegido es de Hegel, en particular el de sus cursos sobre filosofía de la historia universal. La razón: Hegel habla en ellos de Siberia, sólo para pasar de largo de inmediato: “Primero hemos de dejar de lado la vertiente norte, Siberia. Se halla fuera del ámbito de nuestro estudio. Las características del país no le permiten ser un escenario para la cultura histórica ni crear una forma propia en la historia universal”. Földényi imagina el asombro de Dostoyevski al leer estas líneas: “Y su desesperación al ver que allá en Europa, por cuyas ideas había sido condenado a muerte y finalmente desterrado, no se prestaba atención alguna a su sufrimiento. Porque él sufría en Siberia, en aquel mundo que no formaba parte de la historia. Por eso, desde la perspectiva europea, tampoco había esperanza de salvación. Dostoyevski podía considerar con toda razón que no sólo había sido desterrado a Siberia, sino expulsado a la no existencia”.
Földényi intuye que la lectura de Hegel en Siberia llevó a Dostoyevski a la convicción de que la vida humana posee ciertas dimensiones o aspectos que no tienen cabida en la historia (al menos en la historia a la Hegel). Hegel consideraba que quien mirase el mundo de modo racional, sería mirado de modo racional por el mundo. Pero, sugiere Földényi, esta conclusión es sólo un subterfugio hegeliano: “…si miramos en qué entorno de ideas y premisas se pronunció, observaremos que Hegel se vio obligado a aferrarse al salvavidas de la razón a causa de represiones, de temores supersticiosos e incluso del más irracional de los miedos: como si temiera ser arrastrado por algo. Para sistematizar (es decir, para poner bajo control) aquello que rodeaba su vida o, más bien, se adelantaba a ella, inventó una historia para ponerla como un retículo sobre la riqueza de la vida. O como una red sobre la multiplicidad imposible de cercar”. Y es que a Hegel le incomodaban las casualidades, quizá los motores ocultos de la historia. En cambio, para Dostoyevski, la historia sólo manifiesta su esencia a quienes antes ha excluido.
La mentalidad europea es la que late detrás del intento hegeliano por poner orden a la plural, heterogénea y variopinta realidad histórica. La historia es la de ese mal al que Hegel puso la mira en sus cursos, traicionado quizá su apuesta racionalizadora: “En la historia universal tenemos a la vista la imagen concreta del mal en su máxima existencia, y la historia universal nos da la impresión de un matadero en que se sacrifica a los individuos y a pueblos enteros; vemos sucumbir lo más noble y bello. No parece haber proporcionado ningún beneficio y a lo sumo parece quedar esta o aquella obra perecedera que lleva en la frente el sello de la putrefacción y que pronto será apartada por otra igualmente transitoria”. Ese mal, como lo viera décadas después Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas, lleva también a Hegel a excluir a África, la cual “ha permanecido densamente en sí misma… al margen del día de la historia consciente en sí misma, vive envuelta en los colores oscuros de la noche”. Como señala Földényi, tanto la exclusión de Siberia como de África responden a la misma motivación: “el temor ante aquello que resulta inconcebible para la mente europea, el temor a lo incomprensible, al espanto ante la oscuridad”.
Frente a este panorama quedan dos alternativas: una queja abierta ante la secularización que busca iniciar Hegel, con la que la historia tiene sentido al margen de algún dios y sus promesas en una vida ulterior, y que tiene por consecuencia esta historia irreal pero ordenada; o bien, cambiar la manera de concebir y hacer historia, de tal modo que no renunciemos a la secularización. La opción de Földényi es la primera, pero también hay una segunda, una que pone la lente en los excluidos, en los perdedores, en la vida cotidiana, en las instituciones más humildes… Así, por ejemplo, la microhistoria de Ginzburg, la historia cultural de Burke, el periodismo de la escucha de Svetlana Aleksiévich, son intentos por hacer frente a la oscuridad que Hegel excluyó de sus cursos de filosofía de la historia universal.
Sobre Dostoyevski y su lectura de Hegel coincido con Földényi. Quizá más que romper a llorar en Siberia, su actitud quizá fue más compleja: “En ningún momento puso Dostoyevski en duda que Siberia fuera el infierno, con todos sus horrores. Sin embargo, daba las gracias al destino por haberlo desterrado a Siberia. Sufrió por ello, pero al mismo tiempo vivió como salvación el hecho de poder apartarse de la historia y su gris racionalidad”.
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