Vuelvo a El inmoralista de André Gide para encontrar el subrayado: “Saber liberarse no es nada, lo arduo es saber ser libre”, inevitable pensar en otra cita relacionada, en Juan 8:31-32: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; /y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”; para mí, permanecer en esa palabra, es la búsqueda del conocimiento, encontrar esa verdad y cuestionarla, porque en eso consiste el saber y la posibilidad de vivir en libertad.
De nuevo Gide: “Creed en los que buscan la verdad, desconfía de los que la encuentran”, ante la certeza, permanecer en movimiento, para no estancarse en creer que se posee la verdad, en que se tiene razón, detenerse ahí implica que ya no se está dispuesto a cambiar una creencia, abrazar el dogma.
Cada vez con mayor frecuencia me cuestionan por qué no participo en algunos grupos de WhatsApp para “callarle la boca” a alguien que está diciendo algo equivocado, sobre todo cuando se trata de discursos de odio, contra las mujeres organizadas o la diversidad sexual, a quienes proclaman que su lucha es contra la ideología de género; recientemente me dijeron que no entendían mi silencio porque antes yo era de los que no se quedaba callado y siempre digo que me encanta la deliberación.
Con mi hijo, que es mi referencia más cercana para analizar lo que quiero ser, nunca me quedo callado, invariablemente busco el momento para decirle que yo sé algo distinto a lo que le dice su maestra o que podríamos buscar si existe otra versión a sus descubrimientos del mundo, estoy convencido de que esos diálogos los traslada a sus otras interacciones, y que esa es la mejor influencia que puedo tener sobre él, que siga buscando acumular conocimiento e invariablemente se cuestione, porque siempre hay algo más.
Lo que mucho de los grupos de mensajería han generado son burbujas, círculos viciosos en los que nos encerramos en un cuarto a hablar con quienes sólo nos van a dar la razón, incluso los agrupamos, aquellos en los que no hay conversación y se acude a ellos para informarse; los que se emplean para distraerse e intercambian chistes y memes; los de la organización familiar o escolar; y en los que participamos en búsqueda de un diálogo, estos últimos, en mi experiencia personal, son los menos, la tiranía de la razón ofusca a los administradores de estos grupos y pueden pasar horas vomitando su verdad.
El desorden de la participación en esos grupos vuelve impenetrable esa burbuja y engaña, como si la realidad fuera sólo lo que se discute en esos círculos, cualquiera es capaz de esgrimir una creencia como verdad absoluta, basta rematar con que lo dice la biología, así lo establece la religión o un ofensivo: yo sí sé lo que hablo.
Quienes creen que tienen la verdad no se dan cuenta de cómo se van al extremo y en sus categorizaciones suelen encontrar coincidencias con quienes consideran sus adversarios, pero sólo en el odio, porque el deporte favorito es desestimar al otro, apabullarlo, ganarse el aplauso de los participantes o una ola de emoticones que festejan su valor, la hombría, no haberse dejado.
Los fanáticos de la verdad, son sólo eso, fanáticos, sordos y ciegos a cualquier otra cosa que no sea la aprobación, ahí se estancan.
Coda. En Contra el odio, Carolin Emcke escribe: “Si hay algo de lo que los fanáticos dependen como consecuencia de su dogmatismo, es la univocidad. Necesitan una doctrina pura que les hable de un pueblo ‘homogéneo’, una religión ‘verdadera’, una tradición ‘original’, una familia ‘natural’ y una cultura ‘auténtica’. Necesitan códigos y consignas que no admitan ningún tipo de objeción, ambigüedad o ambivalencia; y ese es precisamente, su punto más débil”.
@aldan