A Lorenzo Sitges Requena
Pedro Requena Legarreta fue un poeta celebrado por Amado Nervo, Carlos Pellicer y José Vasconcelos, quien convocó un gran homenaje al momento de su muerte, que acaeció en 1918. Era considerado como una de las estrellas más promisorias en el firmamento de la poesía mexicana, sin embargo murió apenas a los 25 años, en el exilio. Esta última circunstancia quizá no le permitió enraizar más profundamente su tenaz y delicada obra.
Con todo, a su corta edad escribió poemas de indudable maestría. Uno de ellos, “Dorada juventud” le valió ser incluido en Las cien mejores poesías mexicanas modernas (1939) y La poesía mexicana moderna (1953) de Antonio Castro Leal.
Según Pável Granados, Rubén Darío elogió a Requena en las tertulias del restaurante El Angelo, donde asistía la pléyade del modernismo, y Nervo le ofreció apoyo para difundir su obra en Argentina. No es poca cosa que dos de los escritores más influyentes de esa época reconocieran y apoyaran al artista.
Por su lado, León Guillermo Gutiérrez registra a Requena en su Literatura mexicana del siglo XX. Estudios y apuntes (2012), un compendio de agudos ensayos que abarca de forma no tan típica muestras representativas del arte poético del siglo pasado. El libro se inaugura con Pedro por más de una razón, y quizá la principal sea que el poeta encarna con nitidez el complejo paso de la poesía modernista a la del Ateneo y, además, ya que marca profundamente a protagonistas de ella como Carlos Pellicer. Aún así, es poca la repercusión y la lectura que posee hoy la brillante obra de este bardo.
Más allá de que prácticamente su vida haya iniciado con la del modernismo, y de que trabara amistad con Nervo al coincidir ambos en un evento literario en Nueva York, la impronta de esa corriente es clara en varios poemas de Requena.
Se trata de un poeta complejo que navegó por el también intrincado escenario del fin de siècle (si se entiende éste como la última década del siglo XIX y la primera del XX), caracterizado por la superposición de poéticas varias. Confluyen en dicha época simbolismo, decadentismo, modernismo y se ciernen ya las vanguardias históricas. La postura de Pedro es una especie de síntesis del último modernismo que vaticina las novedades del pleno siglo XX.
El autor se asemeja a otros grandes de su tiempo, como a Giovanni Pascoli o al mismo Darío, en especial por el modo en que retoma la influencia de los clásicos de la antigüedad, especialmente de Ovidio y Virgilio, como es perceptible en sus “Rústicas”, o la manera en que reflexiona y elabora en su obra el asunto de la muerte, que a veces se vislumbra con su peso inexorable y suscita la conmemoración constante como en el Myricae (1891) de Pascoli, o tiende a la metempsicosis de Darío.
Otro lugar de donde abreva el poeta tiene que ver con su intensa actividad de traductor, que dio como fruto la celebrada versión del Gitanjali (1910 en el original) de Rabindranath Tagore y El cancionero de la Gran Guerra (1918), que circula en una edición reciente (2014) editada por el sello Equilibrista.
En la poesía de Tagore fue que Requena encontró ese modo místico de lidiar con la muerte. En él se encarna la figura del poeta traductor de manera perfecta; del mismo modo en que el alma de Edgar Allan Poe se fundió de modo indisoluble en los versos de Charles Baudelaire, la búsqueda trascendental de Tagore marcó al mexicano.
Con la traducción de los poemas de la Guerra, Requena se convierte en ese aedo que canta a los muertos para inmortalizarlos, en este caso por medio de sus proezas poéticas que vierte él con similar pericia a otra lengua y las circula por otros mundos, las vivifica.
Pedro es mencionado por José Emilio Pacheco en La lumbre inmóvil (2003), donde pone en contrapunto su muerte con la de Ramón López Velarde, y es que su deceso, en especial de modo tan prematuro, hizo que se convirtiera en un mito literario como una especie de Garcín en “El pájaro azul” (1888) de Darío, aunque no sea el spleen lo que arrebate su vida sino la enfermedad en una tierra lejana a la suya.
De modo curioso, quizá la tensión más evidente en la obra del joven poeta sea la dialéctica de vida y muerte, como se ve en los siguientes versos, pertenecientes a “El himno de la vida”, elaborados en unos alejandrinos con rima alternada y de sabor muy modernista:
Ignorando que lleva oculta tras la vida
y siempre trabajando en sí su propia muerte,
y comienza a rasgarse en su pecho la herida
en el momento mismo en que se juzga fuerte.
La vida, el vigor, la promesa, el futuro son un cúmulo de potencialidades que llevan impreso el sello de su finitud; su anverso es inexorable porque es parte de la misma moneda, es su símbolo, como se sugiere en el poema más atrás. La voz poética, por medio de paralelismos antitéticos, configura una dualidad que asemeja la utilización del concepto platónico del mundo de las ideas que muchos autores románticos infundieron en su obra, como Gustavo Adolfo Bécquer en su “Rima XI”. Esto se percibe también en “Voluptas”, aunque en otra dirección:
De los seres y las cosas quise conocer la esencia;
una tarde en unos labios bebí un ósculo de amor,
y aprendí más esa tarde; ¡muchos más que en la experiencia
de los años consumidos en estudio abrumador.
La esencia que se intenta aprehender corresponde a ese plano abstracto de las ideas, y el poema sitúa su correlato -sólo aparentemente contrapuesto pero parte escindida del símbolo- en la praxis amorosa. De tal suerte, aquí la voz poética se inclina a la materia y, sobre todo, al eros.
Entonces, aunque en su obra Requena advierta el poderoso paso de la muerte, o quizá por ello mismo, también concede espacio relevante al amor y al placer. Por otro lado, en su práctica de una poesía heredera del modernismo trasluce una apropiación del interés simbolista por estas dicotomías.
En “La canción de la tierra”, de nuevo el poeta vuelve a mostrar inclinaciones simbolistas con la perspectiva de un velo que empaña la realidad, o mejor dicho, la revela de otro modo en el vaivén de sus correspondencias, hechas de lejanos rumores y fragancias, que constituyen aquel lenguaje evocador que Baudelaire preconizaba en su programa poético:
La tarde es un gran lago de poesía;
un oleaje gris inunda al cielo
de plácida y tenaz melancolía;
bajo la incierta claridad, un velo
sutil envuelve y funde colores,
y entre el vago y cerúleo terciopelo
llegan efluvios de fragantes flores,
aéreos besos de sin par ternura
y conciertos lejanos de rumores.
También de filiación simbolista y en especial baudelairiana son los poemas “La copa de cristal” y “Doble cadena”, que rememoran el pasaje de Les Fleurs du Mal (1857) donde el artista francés se dedica al vino y su capacidad transmutadora de la realidad. El vino del mexicano, como en “Le vin de l’assassin -sin el trasfondo macabro pero con similar poder de evocación- se funde con el amor, el recuerdo y la imposibilidad de su disipación, pues dice de “La copa de cristal”, en tanto ánfora del filtro báquico:
Es verdad que su forma nada guarda,
ni recuerda ni siente; sin embargo
en ella anida su primer caricia,
y en sus cristales de su ser hay algo.
La percepción superior del poeta le permite sentir esa presencia en la copa de vino hace tanto tiempo besada por los labios amados. Son de este tipo las correspondencias que Requena traza en sus poemas ante las pérdidas.
En ese sentido, además de vincularse con sus contemporáneos, estos versos se asemejan en su tono a obras de años recientes como la de Carmen Villoro, quien, con su Liquidámbar (2017), poemario concentrado en la imagen de dicho árbol, ejecuta el ritual del forcejeo entre vida y muerte, ausencia y presencia, remanencia y disolución, así sea temporal, de los afectos y las presencias más amados. En diálogo con dicho árbol, Villoro, por medio de su voz poética, dice “Dale a su dolor la permanencia / de tus definiciones”, como si hablase de una solidificación, un efecto de liquen que fija y se erige permanencia en proceso arbóreo que se distancia de la huida de Dafne ante Apolo que tanto apreciaron los poetas barrocos. Por su parte dirá Requena, de nuevo en “El himno de la vida”:
En el fondo de un cuadro ardiente y luminoso,
surge un árbol, cual símbolo en que el amor perdura,
hay en sus vastas frondas un canto de reposo,
disperso en un ambiente de infinita frescura.
El árbol que logra echar raíces es un símbolo que le sirve al poeta para dibujar el camino, tanto bajo el cielo como bajo tierra, de la existencia; que le permite vaticinar los frutos que, en el ámbito personal, fue su familia, entre la que se halla una talentosa narradora. En ese sentido, se lee en su “Anacreóntica XI” que le “interesa más el fruto que las hojas y las flores”. Espero que ese producto, esa savia y tanta energía poética que asombró a los contemporáneos de Requena llegue a la gente lectora de hoy, pues se ha dejado en el olvido, que es la peor de las muertes, a un poeta del que Pellicer se expresó así, ante su partida: “Una vez más la vida lo besó con beso sincero. Indudablemente la juventud de México ha perdido en él su poeta mejor”.