El 7 de septiembre me invitaron a participar en un conversatorio titulado “Reconstruir la confianza entre la ciencia y la sociedad en el año 2021”. Recibí la invitación con gusto, pero más con responsabilidad. Durante el último año y medio, como a muchas otras personas quienes también pertenecen a la comunidad de estudios sobre la ciencia, se me hizo patente la magnitud del problema al que nos enfrentábamos: se ha venido debilitando la confianza ciudadana en la ciencia a niveles que ponen en riesgo la resolución de problemas públicos, los cuales muchas veces requieren tanto de conocimiento experto o técnico, como del involucramiento de la sociedad. ¿Cómo robustecer dicha confianza?
En primer lugar, debemos tener claras las características del ambiente que ha permitido (incluso incentivado) que las personas no presten ni su atención ni su confianza a la comunidad científica. En esta primera entrega de esta serie analizo dichas características.
El ambiente de desconfianza ante la ciencia se presenta, ante todo, en contextos democráticos. En contextos autoritarios, no resulta necesario que la ciudadanía actué ni se involucre de manera voluntaria en la resolución de problemas públicos: el Estado suele hacer uso de su poder coercitivo para que las personas se comporten y colaboren como resulte necesario. A veces, esto puede funcionar, como cuando el Estado deja en manos de quienes saben el manejo de los problemas: sucede muchas veces con la élite del partido único en China, y sucedió con Vietnam durante esta pandemia. Pero el autoritarismo no es la mejor solución, y trae consigo problemas que pueden ser mucho mayores a mediano y largo plazo que los que se buscan resolver de inmediato. En una democracia, por el contrario, se requiere que la gente se involucre, y cualquier medida que entre en conflicto con las libertades personales (por ejemplo, de movimiento o reunión) debe gozar de cierta aceptación popular. Por ejemplo, en democracias libertarias es mucho más difícil que esto suceda que en democracias socialdemócratas; y el problema se incrementa cuando la salud se vuelve un bien público, como en el caso de una pandemia. Todo esto ocurre debido a que, en una democracia, aunque esto debería suceder sólo hasta cierto punto, la verdad siempre está en disputa.
En las últimas décadas se han promovido desde la academia, y luego desde las organizaciones de la sociedad civil, dos formas de incrementar y mejorar nuestras democracias: la democracia deliberativa y la democracia participativa. La primera busca que los problemas públicos se discutan libremente en la sociedad, y así las soluciones encuentren quizá cierto consenso; la segunda busca eliminar intermediarios innecesarios en el gobierno popular, con lo que promueve consultas y referendos. No es aquí momento de que evalúe sus fortalezas y debilidades en general, sino de que sugiera que estas dos tendencias democratizadoras se enfrentan a un problema muy específico: el de la adecuación democrática. Es decir, si la democracia es el gobierno del pueblo (demos), deberíamos considerar que éste carece muchas veces del conocimiento necesario y relevante para hacer frente a problemas públicos. Así, no pocas veces sucede que la democracia deliberativa genera desinformación, polarización y estancamiento; y la participativa es ineficiente como medio para dar con la solución óptima. Es por ello por lo que en una democracia se requiere cerrar brechas epistémicas –sin una ciudadanía bien informada seremos incapaces de hacer frente a los enormes problemas a los que nos ha llevado el capitalismo global–, así como generar confianza ciudadana en la comunidad científica, que es el conjunto de personas que muchas veces se encuentran en la mejor posición para hacer frente a problemas que requieren conocimiento especializado.
El ambiente de desconfianza ante la ciencia también viene motivado por una generalizada sospecha y resentimiento –a veces justificados– con las élites. Puede ser cierto que, en una cultura meritocrática en la que hay ganadores y perdedores sociales, la mayoría de las personas (quienes han perdido) sientan emociones negativas ante las personas que pertenecen a una élite social (quienes han ganado). Cambiar esta cultura del mérito, que justifica las desigualdades, por una mucho más igualitaria, que busque hacerles frente, es un claro pendiente político y social en nuestras democracias. No obstante, este clima es en el que seguimos viviendo y es favorable para el surgimiento de populismos de izquierdas y derechas: gobiernos verdaderamente populares, frente a gobiernos de élites que son consideradas oligarquías. Una de las características centrales de los populismos es su descrédito de la técnica, la cual peyoratizan como tecnocracia; y también lo es el constante enfrentamiento de sus líderes políticos con los expertos. Este ambiente llega a su cúspide cuando se da la hiperpolitización de la vida pública, en la cual se concibe a todos los individuos como actores políticos en la lucha por el poder. En este contexto, se ve a los científicos o como leales a un régimen o como sus opositores. Así, los pronunciamientos de la comunidad científica suelen evaluarse no por su rigor y objetividad, sino por sí son consistentes con los intereses del pueblo, al que sólo representa el líder carismático. Robustecer la confianza ciudadana en la ciencia, en un régimen populista, parece una tarea imposible. Es por ello que en este ambiente enrarecido se requiere que nos preguntemos constantemente cuál debería ser el papel de los expertos en la vida pública, así como que fomentemos la independencia de la comunidad científica de la política entendida como la lucha reglamentada por el poder.